No es fácil creer en Phil Mickelson. Cuando apareció en escena, con apenas veinte años, el chico parecía ser capaz de hacer bailar a las bolas un tango antes de meterse en el hoyo y no había razones para dudar, ya que todavía no le conocíamos. El futuro parecía ilimitado, la gloria esperaba. Un milagro tras otro con el lob wedge le dio un impulso a su carrera que ayudó a fraguar sus actuales cuarenta y dos victorias en el PGA Tour. Lo que ha sucedido entre medias, al menos desde fuera, ha sido complejo.
Ese chico tiene ahora cuarenta y tres años y su trayectoria ha sido fabulosa, increíble, pero no perfecta. Ha ganado tres Masters, sido segundo seis veces en el US Open, superado los setenta millones de dólares en ganancias deportivas. Nunca, sin embargo, ha llegado al número uno del Ranking Mundial. Se han desarrollado muchas opiniones para explicar este fenómeno, para intentar llegar a una conclusión que explique la irregularidad que Phil es capaz de mostrar en ocasiones. Es, probablemente, el jugador más querido por el público desde Arnold Palmer. Siempre firma autógrafos, le da bolas a los niños, sonríe en las entrevistas… Además, excepto por algunos momentos, ha jugado un golf espectacular, el más divertido de ver desde casa. Siempre atacaba la bandera con quien nadie se atrevía, iba a por los greenes en dos impactos, un golpe por encima del agua, el arriesgado desde el bunker… Todas estas cosas le han convertido en el más popular de su generación.
En cualquier torneo en el que compite se puede apreciar esta conexión entre las gradas y Mickelson pero, como siempre, también ha tenido sus detractores y críticos; gente que pensaba que estas buenas maneras eran una pose y que su golf arriesgado era una falta de estrategia. En realidad, decían que no se trataba tanto de lo que Phil había conseguido sino de lo que había dejado atrás. “Tiene más talento que Tiger”, acostumbraban a decir. Pero Woods contaba con una enorme ambición y conocía mejor el viejo arte de cerrar los torneos. En realidad, su carrera como profesional es la opuesta a la del eterno número uno en muchos sentidos. Su golf es más elegante que efectivo, más espectacular que práctico.
Es probablemente la razón por que se ha dejado mucho en el camino. A lo largo de la historia, atendiendo a los resultados, la forma más efectiva de ganar es la de Jack Nicklaus, la de Tiger: jugar golpes inteligentes, meter esos putts importantes para par, subir al liderato y dejar que los demás intenten alcanzarte. Phil ha intentado acercarse a esas maneras durante años, pero nunca le ha funcionado bien. ¿Cómo eran sus vueltas? David Feherty las describió como ver a un borracho perseguir un globo por el borde de un acantilado.
En 2013 nos ha dado dos ejemplos perfectos de lo que sucede cuando vas tan al límite de la física. La primera fue en el US Open que ganó Justin Rose y donde él fue líder durante prácticamente cincuenta y cuatro hoyos. ¿La última jornada? Embocó su bola desde setenta metros, desde el rough, para firmar un eagle en el hoyo 10. ¿Resultado? Terminó con 74 golpes, a dos de la victoria. Lo mejor y lo peor en un espacio tan comprimido que genera dudas, casi tantas como trofeos ha levantado a lo largo de viente años. La segunda vez, sin embargo, el desenlace fue muy distinto.
Phil partió a cinco golpes de Westwood en la última jornada del Open Championship. Por si no ha quedado claro: cinco golpes y dieciocho hoyos. Si él hubiera sido el primer clasificado, probablemente estaría pensando en todas las ocasiones en que dejó escapar una ventaja más amplia, pero sumido en una lista de alternativas se sentía más cómodo, más tranquilo. Comenzó su vuelta sereno con cuatro pares y, tras nueve hoyos, estaba con menos dos. Un bogey en el 10 le situó de nuevo casi como al principio, un candidato silencioso. El torneo, por otra parte, se estaba poniendo muy interesante: Lee se había desmoronado, Woods también caía, al igual que Cabrera o Johnson. Sin una referencia fija en la tabla, Mickelson tenía todavía una buena oportunidad.
Caminó al borde de un enorme precipicio. Consiguió dos birdies en dos de los hoyos más desafiantes de Muirfield, un par 3 de 170 metros y un par 4 de 430 para situarse con menos tres en el día. Consiguió dos pares más en el 15 y el 16 y, desatado, sonriendo al público, atacando banderas, desoyendo ventajas y buscando siempre una forma de seguir haciendo daño al recorrido, remató el resultado con dos aciertos más, en el 17 y el 18. Mickelson estaba inspirado y no se había caído, como en las seis veces que murió en un US Open. Su forma de jugar había encontrado la recompensa en la tierra donde comenzó a andar el golf, donde comenzó todo.
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