Había finalizado cuarto en un Open Championship con tan solo diecisiete años pero, desde entonces, la carrera de Justin Rose estaba paralizada. Apenas cuatro victorias en Europa no hablaban demasiado bien de un jugador que estaba destinado a grandes hazañas, es decir, competir cotidianamente en las citas importantes y ocupar los primeros puestos del Ranking Mundial. Entre 1999 y el 2009, el inglés solo consiguió cuatro top 10 en los majors; ninguna victoria en Estados Unidos. A partir de entonces las cosas empezaron a cambiar, ya que conoció a un hombre que le convirtió en el jugador que es hoy día.
“Estaba disputando el US Open de 2009. Jugaba con Sean O’Hair y me estaba superando en todo, pegando constantemente golpes sólidos. Parecía que estaba completamente bajo control, mientras que yo estaba luchando y descomponiéndome. Después de ver a Sean, me dije: ‘Quiero llegar ahí’”. Efectivamente, Rose conoció a Foley aquella semana de verano y comenzaron a trabajar juntos en unos principios que, por aquella época, todavía no estaban muy establecidos en la docencia del golf. “Corrige la inclinación torácica”, le decía Sean. Para explicar cómo Justin comenzó a mejorar, pronunció solo una palabra: “Mielina”. El entrevistador, con unos ojos más grandes que una bola, se quedó de piedra. “Es el aislamiento que rodea los circuitos neuronales del cerebro y ayuda a que respondan más rápido cuando cuentan con ciertos estímulos”, le explicó.
No era el profesor típico, ni tampoco sus ideas. Sus enseñanzas, por otra parte, se basaban en algo tan fiable como la física y, acompañado siempre de su cámara, mostró a Rose cuál era la forma más eficiente de mover su cuerpo a través del impacto. En 2010 ganó el Memorial y el AT&T National, sus primeros triunfos al otro lado del Atlántico. En 2011, pasó de ser el 119º del circuito en greenes en regulación al décimo. Había cambiado la forma en que Rose movía el palo, pero también su mentalidad, ya que ahora viajaba más tranquilo a través de las calles. “Un neurólogo me dijo una vez que nuestro cerebro solo hace lo que sabe”, dijo Foley, intentando explicar cómo Rose trabajó en su swing. “Me preguntó que si me enseñaba a abrir una puerta con la mano izquierda, a pesar de que soy diestro, y lo hacía durante todo un año, si me despertaba un día en plena noche en mitad de un incendio, ¿qué mano usaría?”. Justin usó la que él le había enseñado.
En 2011 ganó el BMW Championship y, en 2012, su primer World Golf Championship. El chico que un día prometió múltiples victorias alrededor del globo había encontrado el método para conseguirlo, basado en el trabajo y una consistencia demencial. Sus vueltas, sin importar el campo, eran prácticamente iguales: calle, green e intento de birdie. Fue octavo en el Masters de 2012 y tercero en el PGA Championship, pocos meses antes de llegar a Merion. Allí, donde Ben Hogan pegó un hierro uno que pasó a los anales de la historia, Justin levantó un monumento a las enseñanzas de Foley frente a uno de los jugadores con más talento sobre la faz de la tierra, Phil Mickelson.
Comenzó el US Open con una vuelta de 71 impactos, bien compensada con otra de 69 en la segunda jornada. Todos allí sabían que el torneo era más bien una lucha por la supervivencia, una suerte de selección natural a través de un recorrido preparado para hacer sufrir al jugador. Afrontando el fin de semana, Rose estaba al par, a un golpe de Mickelson y Billy Horschel. En la tercera, sin embargo, volvió a caer hasta el más uno y Phil, desde el liderato, declaró: “Esta era mi mejor oportunidad de todas”, refiriéndose a las otras cinco ocasiones en que había finalizado segundo en este evento. Parecía que sí, que por fin el zurdo nacido en California conseguiría su más preciada meta. Rose, por su parte, se mantuvo simplemente al acecho.
Le sucedió a Adam Scott en el Masters, que tampoco fue el mejor a través de tres días y supo confiar en todas las horas invertidas en su swing cuando más lo necesitaba. Mickelson, otra vez, falló en sus últimos 18 hoyos y Rose se encontró con un aliado especial para superarle: el putt. Firmó cinco bogeys en aquel recorrido convertido en infierno, pero eso sí, cuando la presión bloqueaba los músculos de sus rivales, él supo compensarlos con cinco birdies y, en los dos últimos hoyos, recordando aquello que dijo su entrenador sobre un incendio, se mostró tan sólido como podía. Aquella semana, en el US Open, un hombre de treinta y dos años se reencontró con un chaval de diecisiete para decirle: “Sí eras lo suficientemente bueno, pero también demasiado joven”. Levantó una mano hacia el cielo, recordando a su padre, y se convirtió en el primer inglés en ganar este torneo desde 1970.
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