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Martin McLean

Juan José Nieto | 13 de noviembre de 2014

Os presentamos un nuevo relato de golf escrito por Juan José Nieto, autor de El hoyo 20, la primera entrega de esta nueva sección de la web que publicamos hace unos días. En esta ocasión, Juan José nos cuenta qué le sucedió a un jornalero del golf que tenía la oportunidad de lograr el primer triunfo importante de su carrera.

Qué puedo decir de Martin Maclean. Supongo que es un hombre corriente, de unos treinta y cinco años de edad, amante de las bannocks, esas sabrosas galletas de harina y cebada cocidas al horno, fumador de cigarrillos y bebedor de whisky. Tal vez hubiera ahorrado tiempo afirmando, simplemente, que es escocés. Un mediocre jugador de golf, en definitiva, al que conocí una tarde lluviosa de abril durante una prueba del circuito nacional disputada en la región de los lagos. Iba tocado con una gorra gris y caminaba con paso firme por el campo y siempre, o al menos aquel día, por el centro de la calle. Acarreaba su bolsa de palos sobre sus enjutos hombros y no parecía contar con el apoyo de ningún patrocinador pues su jersey, que parecía estar zurcido por las sabias manos de una madre, no contaba con ningún logotipo serigrafiado o sobreimpreso.

Aquella tarde, típicamente escocesa, por cierto, con la lluvia cayendo de costado y un frío húmedo y penetrante, Martin Maclean lo tenía todo a su favor para vencer en el torneo. Más aún cuando, con dos golpes de ventaja, su bola alcanzó el centro de la calle en el hoyo 18, un par 4 de 360 yardas con agua a la izquierda. Un matrimonio de jubilados y una joven de esbelta silueta con el cuello tapado por un fular, toda la audiencia en definitiva, aplaudieron el precioso draw que dibujó la bola luchando contra el viento. Esto mismo le conté a la policía cuando unos meses después decidieron tomarme declaración.

—De manera sorprendente, o al menos eso me pareció, señor comisario, la joven comenzó a caminar hacia Martin cubierta por un paraguas para regalarle unas cuantas palabras al oído mientras este se dirigía hacia su bola. Fue lo último que ella hizo antes de abandonar el campo. Quizá, pensé, quedó en esperarle en casa cocinándole un suculento pescado al horno para celebrar su triunfo, un triunfo tasado en más de doce mil libras netas que, a buen seguro, le servirían a la pareja, pues inferí que lo eran, para cubrir algunas deudas.

—Haga el favor de omitir las suposiciones y ceñirse a los hechos.

—Lo que ocurrió después fue una verdadera desgracia. Maclean, nervioso quizá al imaginar que la promesa de su chica incluiría algo más que una ración de salmón —no pude evitar la chanza—, puleó su bola haciendo que ésta tomara un rumbo directo hacia el lago. Sin embargo, antes de que esto sucediera, una salvadora ráfaga de viento mantuvo la bola seca entre los límites del agua y un búnker situado a caballo entre esta y el green. El pobre Martin hacía todo lo posible por mantener húmeda su garganta y ni siquiera, esto lo recuerdo bien, se acordó de abrir su paraguas. La suerte le había favorecido y con sólo un approach y dos putts se proclamaría campeón del torneo. Y entonces sobrevino la tragedia, señor comisario. Un salto de rana y la bola terminó clavada en la arena humedecida del búnker. Bola clavada y viento a favor, ya puede usted figurarse. La bola salió rastrera y sin efecto del obstáculo hasta detenerse a más de quince metros del hoyo. Y desde allí tres putts… Y gracias. Que aún hubo de meter uno de dos metros para triple bogey.

—Eso ya lo sé Ryan. Eso ya lo sé. Lo que necesito es la identidad de esa mujer, su paradero y algunas pruebas de su relación con Maclean. Él insiste en que no la conoce de nada y en que solo le dio la enhorabuena, antes de tiempo, por su primer triunfo como profesional

—Me temo que no puedo ayudarle, señor comisario. Apenas pude vislumbrar sus facciones. Hacía mucho frío e iba muy tapada. ¿Cómo puedo yo saber quién es y dónde vive?

Así fue la historia, amigos, de cómo una bella mujer de nombre Linda, después de anunciar en todas las redes sociales y foros de casas de apuestas que Martin Maclean ganaría (su victoria se pagaba al comienzo de la jornada dos mil a una), al fin, después de diecisiete años como profesional, su primer torneo, se hizo rica, a pesar de su prudente elección de invertir sólo 40 libras, apostando a que éste quedaría segundo haciendo triple bogey en el dieciocho desde el centro de la calle, hecho tan improbable que había elevado la cotización de este supuesto a cinco mil libras por cada una apostada.

Linda dejó el periodismo deportivo a pesar de su bien ganada fama, hasta aquel día, de rigurosa y profesional. No la delataron ni mis padres, aquella tierna pareja de jubilados, (¿recuerdan?) ni tampoco el compañero de partido, un inocente joven venido de Glasgow que, conociendo la fama de Maclean, apenas se extrañó de su descalabro. Y bueno, tampoco se apiaden demasiado de Martin. No ganó ni ganará nunca, pero la perfecta sucesión de bola puleada, salto de rana, filazo y tres putts le valió, junto a su silencio, para venirse con nosotros a Río y dar clases de golf a las chicas más guapas y ricas de todo el Brasil.

—Linda, cariño, podemos irnos. Ya concluí el relato.

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