Óscar Díaz, Augusta (Georgia). Sabrán por el relato de mis últimas andanzas el aprecio que le tengo a muchedumbres, gentíos, turbamultas y demás aglomeraciones que reúnan a diez o más seres humanos, así que haciendo un ejercicio supremo de coherencia interna ayer decidí encaminar mis pasos hacia la tienda del Augusta National, un lugar que compite en densidad de población con el metro de Tokio en hora punta.
Por suerte, tuve la precaución de evitar inicialmente los cantos de sirena consumistas y no someterme a esta dura prueba durante el martes o el miércoles, los días más concurridos. Aun así, acudí armado de paciencia y sabedor de que volvería a escuchar una interminable ristra de disculpas de cortesía encabezadas por las socorridas “sorry” y “excuse me”, por aquello de la impenetrabilidad la materia y el principio de exclusión de Pauli, que era un físico muy famoso al que seguro que tampoco le gustaban las multitudes.
Si en la primera crónica hablaba de la capacidad de este campo para asaltar los sentidos, las tiendas del Augusta National tienen el poder mutante de asaltar las carteras sin que sus poseedores puedan hacer gran cosa al respecto. La oferta es monstruosa y el logotipo del Masters, esos Estados Unidos amarillos con la bandera roja y la tipografía exclusiva del torneo, omnipresente en todo tipo de productos. Nada más franquear la puerta, y después del primer impacto visual, nuestro cerebro empieza a generar justificaciones de manera autónoma: “A lo mejor es la única vez que vengo”; “Esto solo se puede comprar aquí”, “Le tendré que llevar algo a a) mi mujer, b) mi hijo, c) mi amigo, d) mi sobrino, e) mi profe de golf, f) todos los anteriores”… y así sucesivamente. Al final, todas esas excusas confluyen en un contundente “Si total, qué más da”, que debería convertirse en el lema de alguna entidad emisora de tarjetas de crédito. Señores de VISA o Mastercard, les dejo baratita la idea.
Y si el cerebro estaba pergeñando justificaciones a su aire, las manos también habían cobrado vida propia, como las de Ash en la película Terroríficamente muertos, y ya se habían hecho con una de las bolsas de dimensiones gargantuescas que deberían ocupar un escalón en el podio de los iconos del consumismo compulsivo. Y las mismas manos, liberadas del control de un cerebro abotargado por la avalancha de ofertas, decidieron iniciar la cosecha con el mimo de un vendimiador artesano en primera instancia, pero pocos segundos después con el ansia del que siente el instinto de barrer los estantes con el brazo y arramblar con todo.
Así, poco a poco, la bolsa se va convirtiendo en un agujero negro que atrae banderas, posters, imanes, bolas, tarjetas, libros, arreglapiques, marcabolas, sillas, paraguas, fundas para móviles, polos, camisetas, gorras, viseras, tazas, libros, barajas y mil artículos más, y en un arranque de sentido común teñido de culpabilidad piensas en los árboles que tendrán que cortar para generar el papel que hará falta para la factura. Pero ni siquiera ese toque de atención de nuestro Pepito Grillo interior nos hará desistir del empeño de hacer que quiebre la economía familiar.
Con la respiración entrecortada y sudores fríos, finalmente conseguí encaminarme hacia las cajas, donde una amable dependienta me informó de que estarían encantados de ayudarme si se me había olvidado algo, y otra engatusadora profesional me preguntaba de dónde era y me decía que mi acento le parecía encantador, táctica malévola para hacerme regresar a ese templo de Mammon (no se asusten, no me refiero por su nombre a alguno de los socios del Augusta National, sino a uno de los príncipes infernales de la Biblia asociado a la acumulación de riquezas). El pudor me impide reproducir la cifra que salió de sus labios al comunicarme el importe de mi compra. Me limité a tenderle la tarjeta de crédito y confiar en que no explotara nada al pasarla por el datáfono.
Y después del pecado llega la penitencia y los remordimientos que te asaltan nada más salir por la puerta de la tienda del Augusta National, pero en esos momentos de duda y crisis existencial siempre me viene a la mente una frase reconfortante: “Si total, qué más da”… Espero que mi mujer opine lo mismo cuando tengamos que preparar una sopita con las banderas compradas en Augusta…
3 comentarios a “La tentación vive en la tienda de Augusta”
Jo, Oscar me pones los dientes largos, disfruta y traeros una chaqueta verde para España, da lo mismo quien la gane
saludos
Gran redacción, Óscar. Por un momento me he sentido allí mismo entre la gente, los artículos a la venta y los innumerables carteles, aunque en esa tienda, un servidor solo podría entrar al más puro Hannibal Lecter… Encadenado y con guardias de seguridad. 😉
Te encargaría tantas cosas…
1 fuerte abrazo y sigue contándonoslo de esa forma tan deliciosa.
Siempre es un placer leerte y este es un relato con mucho arte 🙂 Sólo espero que el exceso de equipaje para la vuelta no signifique un inconveniente.
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