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La activista que me amó

Juan José Nieto | 20 de enero de 2015

Juan José Nieto, autor de El hoyo 20, Martin McLeanEl futuro ya no es lo que era y Nochebuena con Bing Crosby, retoma la pluma para traernos un nuevo relato que engalanará este apartado de la web. Un curioso congreso en el que se debate sobre la naturaleza del golf y otros deportes es el escenario de esta original narración.

Quizá no ocurriera así. El alcohol y alguna que otra sustancia psicotrópica ingerida involuntariamente me impiden recordar con precisión los detalles de aquel fin de semana de julio en que delegados de las diferentes federaciones, profesionales en muchos casos, filósofos y filólogos nos reunimos para determinar cuál de las actividades tradicionalmente consideradas como deporte merecían seguir gozando de tal calificativo de acuerdo con la definición de la RAE —“actividad física, ejercida como juego o competición, cuya práctica supone entrenamiento y sujeción a normas”—. El debate, conceptual y filosófico, derivó, a la postre, en una cuestión de honor.

Descubrí la intención aniquiladora de aquella cumbre cuando el personal del hotel olvidó acompañar la acreditación con los obsequios habituales. Ya saben, un vino de la región, un poco de embutido y una pizca, como venía siendo costumbre en este tipo de reuniones, de caviar de beluga. Sorprendido e incapaz de articular una queja convincente, decidí preguntarle a los delegados de la federación de fitness y fisioculturismo si su lote tampoco incorporaba tal gratificación, pero claro, quién era yo para interrumpir su almuerzo de las doce y media, el quinto del día, compuesto de una lata de atún y la mitad de un plátano.

Rápidamente, sabedor del complot que se estaba urdiendo a mis espaldas, fui a repasar el argumentario a la habitación —a la que llegué, de lo apartada que estaba, gracias a los chicos de la federación de orientación—. Una vez allí, concentrado como nunca lo había estado en mi vida, consulté una gran variedad de fuentes de información, recorrí todas las páginas de citas célebres y, mientras lo hacía, tuve siempre presente en mi cabeza las palabras de mi presidente: “Dejo en tus manos el futuro del golf en nuestro país. Viajarás tú solo porque es fin de semana de Open y nadie quiere perdérselo. Confío en ti.” Nervioso y abrumado ante tal responsabilidad decidí bajar al hall para charlar con los representantes de las delegaciones afines: polo, caza, pesca,… Convenía hacer lobby para convencer a los miembros de la comisión de nuestra inequívoca condición de deportes. Deportes “paraditos” y aburguesados, tal vez, chapados a la antigua, puede, pero deportes igualmente merecedores de tal consideración.

Como era de esperar, el salón se había convertido ya en un campo de batalla. El frente se hallaba bien definido por un biombo colocado para la ocasión —luego me enteré de que fue una loca idea de los de squash, que estaban con mono de jugar—. De un lado se encontraban velando armas los deportes de raqueta junto a los de balón grande u ovalado, todos ellos con los ojos inyectados en sangre. Conocedores de su inicial posición ventajosa buscarían, desesperadamente —bastaba, para percatarse de ello, con reparar en el verde intenso de sus venas—, reducir el elenco de deportes. Junto a la barra, por su parte, charlaban animosamente los chicos de boxeo y artes marciales haciendo ademanes un tanto bruscos. Pero por ellos no había que preocuparse. Se abstendrían en todos los debates de no verse alterada su posición. Eso mismo se preveía de los atletas, nadadores, ciclistas, triatletas, submarinistas y demás enfermos de la actividad física, que decidieron unir fuerzas compartiendo un frugal almuerzo acompañado por un par de botellas de agua. Su continuidad no estaba en entredicho, pero, si actuaban bajo el guion previsto, tampoco buscarían una confrontación.

En mi mesa, aunque tardé un par de minutos en decidirme a ocuparla, había un par de cerebritos jugando al ajedrez abstraídos de todo cuanto sucedía en el café. A su lado, sentado en un sillón de diseño, el representante de la federación de billar, un viejo de pelo cano que había decidido saltarse el protocolo y vestía una camiseta negra con la imagen de Eddie Felson. A su lado, claro, brindando con este por la consolidación del amor libre, el representante de los bolos, nieto, al parecer, del delegado de la federación de petanca, un hombre de porte envidiable y traje impoluto junto a quien decidí finalmente sentarme en un gesto que pareció ofender al representante de pesca, Santiago, que llevaba años intentando ligar conmigo y que me ofrecía, insistente, un asiento sobre su regazo. Qué suerte que al desviar la mirada de su libidinosa propuesta me encontrara con la bella delegada de la federación de caza.

Miriam, se hacía llamar. Ojos verdes y pelo suelto de color negro basáltico que apenas alcanzaba a cubrir los hombros que se alzaban ostentosos, a modo de perchero, para soportar su escultural silueta. Era nueva en estas lides, lo que terminaría confesándome en la bacanal nocturna en que derivó lo que iba a ser una inocente cerveza a la finalización de la jornada vespertina. Tanto ella como yo defenderíamos la naturaleza deportiva de nuestras actividades a la mañana siguiente, pero Miriam no tenía prisa. Lo mismo bebía ponche que whisky o ginebra. No sé cómo pudo resistir la mezcla de tan potentes mejunjes y seguir bailando tangos, merengues y bachatas sin desmayarse. Qué generosa fue repartiendo sonrisas y contoneos. Los filósofos, aunque representantes de diferentes corrientes, se dieron al epicureísmo arriesgando su dignidad tratando de obtener de ella un guiño o un beso. Los filólogos, por su parte, se reunieron en improvisado simposio para discutir si los encantos de Miriam eran graciosos o, más aún, sublimes. Sin duda, la caza tenía asegurada su catalogación como deporte gracias únicamente a su hechizo. Pero el golf, y más aún a medida que la cabeza empezaba a darme vueltas… Por el golf no podía apostar.

Pasadas unas horas, demasiadas, desperté en una habitación que no era la mía, lo que no me extrañó del todo porque sin la ayuda de los de orientación jamás habría podido llegar a mi cuarto. Los ruidos del baño me alertaron un poco, lo reconozco, pero el enigma se terminó cuando vi a Miriam regresar con una toalla ceñida por encima de sus pechos. No sé cómo, pero en vez de sentirme un privilegiado comencé a sentirme agraviado por no recordar nada de lo sucedido.

—Así caza cualquiera, guapa. ¿Duermes siempre a tus presas antes de acabar con ellas o alguna vez las citas despiertas?

—¿No negarás ahora que lo pasamos bien? Pero tranquilo, no te lo tendré en cuenta por esta vez. A propósito, ten, no olvides tu discurso. Me dijo uno de los delegados, el de la pajarita y los pantalones ajustados, que te lo dejaste en la pista de baile.

El estómago revuelto acaparó todas las alarmas de mi organismo y le impidió percatarse del nubarrón que se cernía sobre mi cabeza. Aturdido y con un notorio temblor de piernas ocupé el púlpito y tomé la palabra ante la mirada atenta de los miembros de la comisión y la algo más despreocupada del resto de delegados que, ojerosos como yo, consultaban sus teléfonos. Desdoblé el papel en el que tenía inserta mi defensa.

—Miembros de la comisión, deportistas, compañeros y compañeras, vengo a hacerles una confesión: el golf no es un deporte. Sí, sí, lo han escuchado bien. Si el golf fuera un deporte, pasear con el ánimo de llegar antes que su vecino a por el pan podría serlo también siempre que se instalara entre ambos la regla de salir al mismo tiempo de sus casas. “Actividad física”, reza el diccionario, y yo me sonrío pensando en mi obeso padre moviéndose por el campo con un buggy y llegando, aun así, extenuado a casa. Y él no es el único. Su amigo Miguel viaja directamente en ambulancia para que un infarto no lo coja desprevenido.

No recordaba haber escrito aquello, mi padre odia el golf y no conozco a ningún amigo suyo que se llame Miguel, pero las risas del auditorio me impulsaron a pensar que iba por el buen camino. Por eso mismo proseguí no sin antes comprobar, de un rápido vistazo, cómo la atención de los presentes se había centrado definitivamente en mí.

—“Ejercida como juego o competición” acota el diccionario refiriéndose, tal vez, a vuestros deportes, actividades que empiezan y finalizan en un tiempo determinado y que no mediatizan agendas profesionales y personales. El golf no puede ser practicado simplemente como un juego o una competición. El golf es una manera de vivir. Tanto la euforia producida por una buena vuelta como la decepción tras una mala jornada regresan con uno a casa y le impiden conciliar el sueño. Una aparentemente simple bola recta será un recuerdo para toda la vida y un golpe topado un motivo perenne de burla por parte de los amigos. ¿Juego o competición? Da igual, las dos palabras se quedan pequeñas para explicar lo que se siente en un campo de golf.

Definitivamente yo no había escrito aquello, pero no se podía explicar mejor las sensaciones que nos provoca el golf a quienes lo amamos. Estaba ansioso por descubrir qué sería lo siguiente.

—Podría proseguir con mi larga lista de argumentos, pero lo cierto, voy a ser claro, es que nos la sopla ser considerados un deporte. Estoy harto de debatir con los amigos sobre esta cuestión, de hablarles de lo necesarias que son la potencia, la flexibilidad y la coordinación para realizar un buen swing, de las horas que invierten los profesionales en el gimnasio para poder competir al más alto nivel. Y no me negarán el factor estratégico y la necesidad imperiosa de controlar los nervios y mantener la sangre fría. Pero sí, lo negarán porque les ofende que seamos caballerosos y nobles, que podamos cumplir las reglas sin necesidad de que un árbitro nos persiga. Envidia es lo que nos tenéis. Esta reunión es un camelo. Si quieren vacaciones búsquense alguna motivación coherente. Yo no voy a participar más de esta farsa.

“Joder, qué discurso más incisivo”, pensé por un momento, pero tras un golpe de lucidez detuve mi lectura y traté de disculparme. “No quería decir esto, perdónenme”. Imploré clemencia y les insistí que aquel no era el argumentario que había preparado a conciencia durante el día anterior, que alguien debió de cambiármelo. El auditorio se debatía entre risas e increpaciones de toda índole. “Clasistas”, “abuelos”, “soberbios”, gritaban los de la pelota grande y, peor aún, también los de boxeo y artes marciales. Santiago, el gran hijo de Satanás, me lanzaba besos desde la última fila. Entonces, viéndome superado por las circunstancias, el presidente de la comisión decidió relevarme en el turno y dar entrada a la delegación de caza.

—Miriam Fernández, por favor, suba al estrado para la defensa de su federación. Y, por favor, tómese esto en serio.

Tras unos segundos de silencio en los que recorrí con la vista el auditorio tratando de reconocer su presencia, y cuando ya empezaba a jactarme de que con mis sonámbulos esfuerzos la habría dejado agotada e incapacitada para pronunciar su ponencia, el sonido de unos disparos hizo que todos los allí presentes, incluidos los chicos de rugby, nos hiciéramos al suelo.

De repente Miriam, asiendo una escopeta por la garganta, subió efectivamente al escenario para hacer un alegato en contra de la caza deportiva, tratando de destruir una a una las tradicionales tesis de sus defensores (su afán conservacionista y regulador). Pronto el escenario fue ocupado por unos cuantos activistas encuerados, invasión que vino seguida de la entrada triunfal de la prensa y las televisiones y, más tarde, cuando los primeros ya se habían tapado para prevenirse de un catarro, la de la policía.

La repercusión mediática de esta manifestación fue tal que mi envarado discurso, fruto de un malintencionado cambiazo y de los efectos de una sin igual borrachera, quedó en una anécdota que no trascendió. De ahí que pudiera regresar a Madrid satisfecho, conservar mi puesto de trabajo en la Real Federación Española de Golf y seguir haciendo deporte. Porque el golf, a pesar de mi desafortunada intervención, siguió manteniendo su estatus. Pero sobre todo, aunque distorsionado, de aquel fin de semana me llevo el recuerdo de Miriam, la bella impostora, y de cómo, cuando la situación se había tornado desesperada, llegó para salvarme. Porque así fue la historia de aquella cumbre. O al menos así la viví yo.

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