Marzo de 2012: McIlroy gana el Honda Classic, su primer triunfo desde aquel mágico US Open, el de los ocho golpes de ventaja sobre el segundo clasificado. Había pasado casi un año y su juego se mostraba irregular, solo que en Congressional parecía no tener fisuras. Agosto de 2012: llega el PGA, su segundo grande, también por ocho impactos de ventaja. Rory explota, desprende el brillo de un astro y, por primera vez en su carrera, no baja el pistón; gana dos veces más en América y otra en Dubai. Había nacido un número uno.
Estos eran algunas de las estadísticas en el PGA Tour de aquel chico de veintitrés años:
– Distancia con el driver: 5º (310,1 yardas por impacto).
– Precisión con el driver: 156º (56,61% de calles cogidas).
– Greenes en regulación: 60º (66,36%).
– Golpes ganados pateando: 82º.
– Media de birdies: 1º (4,20 en cada vuelta).
– Media de golpes: 1º (68,873 por vuelta).
– Birdies o eagles en pares 5: 1º (en el 53,05% de hoyos).
– Capacidad para aprovechar oportunidades de birdie: 1º (el 34,68% de las veces).
McIlroy era lo siguiente a Tiger, la evolución natural del dominio que se supone debe existir en la historia del golf. Si partimos de Hogan, estos serían algunos de los nombres que se alternarían en esa lista ficticia: Snead, Palmer, Player, Nicklaus, Trevino, Watson, Ballesteros, Norman, Faldo, Els o Woods. En algunos aspectos, el joven Rory se parecía mucho a su antecesor. Pegaba golpes altos y bonitos con los hierros, era capaz de ser muy brillante recuperando alrededor de green y, mientras su putt no era tan consistente como el de Tiger, podía llegar a ser muy bueno durante algunas semanas. En otros aspectos, sin embargo, no se parecía nada a él.
Cuando ganó el Deutsche Bank Championship (septiembre de 2012), en lo que podríamos calificar como el momento cumbre de su corta carrera, pegó un drive de 150 metros, hizo un salto de rana aprochando y se metió en lo más profundo del rough en el hoyo 18. Pegó golpes increíbles, sí, pero también algunos lamentables; parecía estar cayendo y levantándose a lo largo de sus vueltas, aunque acostumbrara a finalizar primero. La excelencia de Tiger no tenía nada que ver con aquello, sino que era más parecida a la que impartiría un militar: intensa, seria, disciplinada, llevada al límite. La de McIlroy era más similar a la de un artista: comprensible, humana, cálida y abierta.
Esto no quiere decir que una sea mejor que la otra. La brillantez de Tiger era la misma que la de Nicklaus; nunca pegaba el golpe equivocado (o, como diría Jack, “fallaba un poco menos que el resto”). Palmer fue Rory antes de que él naciera, jugaba por sensaciones y arriesgando. Hogan también fue Tiger antes que Tiger, todo método y concentración; mientras que Watson o Ballesteros se parecían más a McIlroy, aceptaban los malos golpes, los olvidaban y solían encontrar una forma descabellada de hacer el par. Unos eran predecibles por completo, mientras que a los otros nunca se les veía venir. A veces hacían siete birdies seguidos y otras pegaban un hook que terminaba en un aparcamiento.
Diez meses después de que McIlroy finalizara con aquellas estadísticas en el PGA Tour, uno puede encontrarse con esto:
– Distancia con el driver: 8º (302,2 yardas por impacto).
– Precisión con el driver: 140º (57,92% de calles cogidas).
– Greenes en regulación: 86º (65,45%).
– Golpes ganados pateando: 122º.
– Media de birdies: 10º (3,93 en cada vuelta).
– Media de golpes: 33º (70,288 por vuelta).
– Birdies o eagles en pares 5: 71º (en el 42,22% de los hoyos).
– Capacidad para aprovechar oportunidades de birdie: 4º (el 33,13% de las veces).
Rory tiene veinticuatro años y, por lo que dicen sus compañeros en el circuito, parece un buen chico. Es normal verle sonriendo, firmando autógrafos, responde amablemente en las ruedas de prensa y es respetuoso con sus rivales en la derrota y en la victoria. Cuando otros hablan de él, suelen referirse a su madurez.
Pero se suele olvidar: McIlroy tiene veinticuatro años y ha estado expuesto a un escrutinio constante desde que ganara ese segundo grande. Se ha mudado a Estados Unidos, ha firmado un contrato de unas cifras por las que muchos otros hombres han matado, fundó su propia agencia de representación dejándose un juicio pendiente con la anterior, falló el primer corte del año en Abu Dhabi, perdió en su primer partido del Accenture, se retiró del Honda Classic tras marchar con más siete en nueve hoyos y, para colmo, ahora también parece haber roto con uno de los pilares que tenía en su vida: Caroline. Todo esto es demasiado para cualquiera, incluso para alguien con tres vidas a las espaldas.
Hace unos años, preguntaron a Tom Watson qué era más complicado, si llegar a ser el mejor jugador del mundo o mantenerse en esa posición. Su respuesta fue la siguiente: “Para ser el mejor, tienes que creer que lo eres. Al mismo tiempo, nunca puedes creer que eres el mejor para seguir siéndolo”. Era algo contradictorio, pero también preciso. Para estar ahí arriba, es necesario un equilibrio muy delicado en todos los aspectos que rodean al jugador. Los números son el reflejo , pero la verdad está en el día a día que ha tenido que llevar McIlroy. El lugar donde estuvo una vez ya no existe.
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