Era enero y Sergio García comenzaba una nueva temporada como profesional. Habían pasado pocos meses desde que consiguiera su octava victoria en el PGA Tour (Wyndham Championship), la que verdaderamente confirmaba su vuelta a la élite tras otros dos triunfos en España (Castelló Masters y Andalucía Masters) y la que también le sirvió para formar parte de la Ryder Cup. Era un nuevo año y Sergio, seguramente, estaría ilusionado. Las sensaciones eran buenas, tal y como reflejarían sus resultados. Fueron estos:
– Qatar Masters: segundo
– Dubai Desert Classic: decimoséptimo
– Northern Trust Open: decimotercero
– Accenture Match Play Championship: decimoséptimo
– Cadillac Championship: tercero
– Tampa Bay Championship: séptimo
– Arnold Palmer Invitational: retirado por unas molestias musculares
– Masters: octavo
– Wells Fargo Championship: decimosexto
Solo un inspiradísimo Chris Wood le privó de luchar por el triunfo en su primer torneo del año y, mientras que la primera victoria se hacía esperar, sus apariciones reflejaban la solidez que faltaba en cursos pasados. García por fin había conseguido rentabilizar su juego alrededor de los greenes con un nuevo aliado en su carrera, quizá el que le privó anteriormente de muchas victorias. Sí, su putter comenzó a contemplar cómo la bola entraba en el hoyo, una y otra vez; hasta el punto de disputarle el terreno en este área al todopoderoso Tiger. Si podía comenzar a confiar habitualmente en el terreno en que se deciden los campeonatos, las victorias dejaban de ser una incertidumbre para pasar a tratarse de una simple espera, el tiempo que tardara su swing en coger el rumbo adecuado.
Y su hora llegó en The Players Championship, el escenario del último gran triunfo de su carrera (2008). Cuando el domingo llegó al 17 del TPC de Sawgrass estaba empatado en el liderato junto a Woods. Se sentía, al igual que enero, bien; o quizá aún mejor. Había sufrido en sus primeros hoyos del día, pero los últimos cinco o seis habían sido maravillosos. Pegaba a la bola justo donde quería, estaba en lo más alto de la tabla, las gradas se habían incendiado frente al espectáculo reinante y su confianza rozaba máximos históricos. La verdad es que García debía sentirse invencible. Se colocó dispuesto a ejecutar su salida y pensó: “Ha salido en línea”, como declararía después.
Todos recuerdan cómo terminó aquella jornada, poco después de que Tiger enviara su bola al centro del green del mismo hoyo y encontrara el centro geográfico de la calle en el 18. El golpe había sido duro, pero dejó una lección muy valiosa que ya mostraron en su día los grandes dominadores del deporte; la misma que tantas veces se vio con los All Blacks de Nueva Zelanda o en los múltiples partidos de Nadal, Federer o Borg. Era algo muy simple, pero también complejo de recordar cuando se está en plena batalla: no es necesario jugar perfecto para ganar. No se puede ser perfecto, de todas formas. Solo hay que aguantar ahí arriba, olvidar las malas sensaciones, ser positivo y, más que nada, ser lo suficientemente bueno como para provocar que tu oponente juegue bajo presión. Normalmente, los fallos terminan llegando, como ya dijo Hogan.
Sergio pudo haber salido de aquel varapalo con la enseñanza en el bolsillo y con el buen juego en la mochila, pero en vez de eso decidió hablar de las malas formas de su adversario y, medio en broma medio en serio, soltó un comentario que tiró por la borda todas las horas de trabajo invertidas. La temporada cambió por completo. Entre aquel The Players y el US Open, la segunda gran cita de su calendario, jugó solo un torneo en Alemania mientras se dedicaba a responder, una y otra vez, a las mismas preguntas. La sombra de Woods le acompañó hasta en Merion, donde el público gritó en cada uno de sus golpes. En el hoyo 15 firmó un 8 el primer día y un 10 en el tercero. Toda la semana, en general, fue un despropósito.
No era la primera vez que le sucedía algo similar: un factor ajeno al golf afectaba seriamente a su rendimiento. Sucedió en Bethpage cuando dedicó un corte de mangas al público, en Doral cuando escupió dentro de un hoyo o en las ocasiones en que parecía fuera de control por los campos. Aquel The Players transformó una racha magnífica en mediocridad, un montón de posiciones en zona de nadie. El año parecía perdido y tocaba esperar: pedir perdón, mostrarse arrepentido y centrarse exclusivamente en el golf, ese deporte que un día le contempló pegar un golpe desde detrás de un árbol y salir corriendo tras su bola como un niño persiguiendo una mariposa. El error había sido el mismo que en otras ocasiones pero, esta vez, Sergio tenía treinta y tres años, no diecinueve. Había sufrido con anterioridad y sabía un par de cosas nuevas.
Fue un cuarto puesto en el Deutsche Bank, un noveno en el Tour Championship y, más recientemente, otro cuarto en el HSBC Champions y un segundo en el Nedbank Golf Challenge. Su recuperación es palpable y es muy posible que haya pasado por lo suficiente como para olvidar. “No he ganado esta temporada pero en muchos aspectos ha estado muy bien. Mi juego ha mejorado en muchos niveles”, dijo la semana pasada. “Creo que una gran victoria está a la vuelta de la esquina”. Y es probable que lo esté y vuelva al mismo punto que en enero, cuando de verdad estaba preparado para conseguirlo. La enseñanza, tras una temporada de reflexión, debería estar bien aprendida.
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