Rory McIlroy estaba fuera de control en la última jornada del Masters de 2011. Nada funcionaba como el joven norirlandés esperaba. Atónitos ante el panorama que se abría ante nuestros ojos, vimos que Rory solo era capaz de mantener una cosa bajo control: su actitud. Mientras su mundo se desmoronaba alrededor, no vimos un mal gesto por su parte. Solo contaba con 21 años. El mejor jugador de su edad que hemos visto en mucho tiempo prometía grandes actuaciones en el futuro mientras seguía su bola, en silencio, por las esquinas del Augusta National.
La actitud contraria la hemos podido ver en múltiples ocasiones. Cuando un profesional comienza a hablar de lo injusta que ha sido la vida con sus esfuerzos o que nunca tiene tiempo para el descanso, sabemos que el camino que tiene por recorrer es largo. No se trata sólo de ajustar las manijas de su juego, sino de algo más trascendental. Su capacidad de crearse oportunidades de victoria se reduce poco a poco. Por otra parte, los grandes campeones no se quejan de que la bola pudo entrar o no en el hoyo. Salen a escena y admiten sus debilidades.
“Saldré adelante”, dijo al finalizar el Masters. “He liderado este torneo durante 63 hoyos. Espero que también se fortalezca mi personalidad”. La diferencia entre no ganar un torneo y perderlo por méritos propios se redujo aquella tarde a los 80 golpes con los que finalizó su vuelta. Pudo haberse marchado directamente al parking y negarse a responder preguntas. Todos lo hubiéramos entendido. Pudo quejarse de la mala fortuna que llevó su bola, en el hoyo 10, a partes inexploradas de la zona residencial adyacente al campo, y que le llevó a firmar un triple bogey. Eran tres golpes más en la vuelta final de un Masters y todos lo hubiéramos entendido. Sin embargo, se secó el sudor al finalizar el hoyo 18 y contestó a cada pregunta que se le planteaba.
Era complicado no pensar en Michael Jordan, Roger Federer, Lance Armstrong, Carl Lewis… Era la reacción de un campeón que había tirado por la borda una gran ocasión de ganar un major. No había sido la caída más grande de la historia. Greg Norman perdió una ventaja de seis golpes en el mismo torneo en 1996; Arnold Palmer hizo lo propio con siete impactos en el U.S. Open de 1966; e incontables jugadores menos mediáticos han caído por el camino. Se trataba de una oportunidad de ajustar la maquinaria o cuestionar el futuro.
Tom Watson, después de desperdiciar una ventaja de tres golpes en el U.S. Open de 1974, dijo: “Aprendí a ganar cuando perdí y no me gustó”. No hay ningún aspecto del deporte que no sea susceptible de mejora. Byron Nelson habló con Watson después de aquel torneo: “Creo que puedo ayudarte”. Le comentó que había jugado algo deprisa, que había perdido su ritmo. La historia de McIlroy era en cierto modo similar. Había comenzado su vuelta lleno de confianza y cometió tres bogeys, que llegaron como ganchos a su mandíbula. Sucumbió a la presión, perdió el control de sus golpes y el campeonato fue historia.
El mismo Watson comentaba que la lección era dura: “Es algo que sólo puedes aprender cuando te tiras al agua y tienes que nadar”. Era un nuevo reto, el aire por el que respiran los deportistas, pero nadie esperaba que aprendiera tan rápido. Apenas un mes después, en el siguiente gran escenario del golf, el U.S. Open, McIlroy salía a escena y bailaba como hacía tiempo que no se veía a alguien tan joven. Ningún otro jugador tuvo la más mínima opción de ganar aquel torneo. Pasó de ser uno de los muchos aspirantes que se quedan a mitad de camino a transformarse en el Tiger Woods más dominador que se ha visto nunca (Pebble Beach, año 2000).
La razón por la que muchos le han considerado el mejor jugador del año reside en esa evolución. Alimentado por un talento desmedido, es innecesario ponerle límites a sus objetivos. Ha adquirido el valor que imprime la derrota porque ya tenía la actitud adecuada. Aquel Masters fue el primer paso, el U.S. Open, la consecuencia, y la temporada que viene será su confirmación.
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