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Zona Pro

Las vidas de Tom Watson

Enrique Soto | 11 de febrero de 2014

Tom Watson es uno de los mejores jugadores de la historia. Nadie puede discutirlo. Ha ganado ocho grandes (dos Masters, un US Open y nada menos que cinco Open Championship) y treinta y nueve torneos del PGA Tour, lo que le sitúa decimoprimero en la lista de máximos vencedores, empatado con un tal Gene Sarazen. Ha batido a los mejores jugadores de su época en duelos memorables, ya se llamaran Nicklaus, Trevino, Miller, Irwin, Jacklin o Crenshaw. Se ha impuesto, además, en seis grandes del Champions Tour, algo que solo han superado otros dos hombres (Nicklaus con ocho e Irwin con siete). No vamos a descubrir nada nuevo con todo esto: Watson es una de las figuras más importantes en la historia del golf.

Lo que más me llama la atención de él, sin embargo, es un hecho que a menudo pasa desapercibido analizando los libros de récords. A diferencia de otros golfistas, la vida de Tom Watson está dividida en dos. Hubo un Tom joven e impetuoso que pegaba a la bola muy al estilo de Seve, de una forma salvaje y descontrolada, y que fue capaz de ganar gracias a uno de los mejores juegos cortos de su tiempo. Y luego está el viejo Tom, que está considerado por sus rivales en el circuito senior como uno de los mejores ball-strikers, pero que sufre muchísimo con los putts más cortos.

Si fuera posible que sus dos vidas como golfista se juntaran en un momento determinado no se reconocerían. Si lo hicieran, posiblemente lo ganarían todo.

¿Cómo se produjo este cambio? Para entenderlo es necesario recordar la magnitud del juego de Watson en sus primeros años como profesional. No se parecía en nada a Nicklaus o a Hogan, sino que su forma de entender el golf era más similar a la de Palmer o, como hemos dicho, Ballesteros. Incluso llegó a utilizar el término “Watson Par” para describir su rutina en el campo: drive a los árboles, déjala donde puedas cerca del green, aprocha de alguna forma extravagante hasta dejarte un putt de par y, luego, métela. He ahí un Watson Par, un mismo resultado que se repitió hasta la saciedad en muchas de sus victorias. Cuando además el juego largo acompañaba, sucedía algo parecido a lo que aconteció en el Open del 77, también llamado “Duel in the Sun”. Ganó con un acumulado de menos doce, seguido por Nicklaus con menos once. El tercero, Hurbert Green, declaró: “Oye, yo gané mi campeonato. No sé que otros dos jugadores estaban compitiendo”. Terminó con menos uno.

Pero un día Tom dejó de meter esos putts para par. Los Watson Pars pasaron a ser Watson Bogeys y su rendimiento bajó hasta pasarse siete años sin ganar en el PGA Tour (1988-1995). Siete años. Eso, en la vida de un jugador de golf, es un mundo, pero quizá más para él, que entre el 80 y el 84 triunfó en nada menos que dieciocho ocasiones. Y luego llegó 1994 donde, de un modo casi fortuito, encontró lo que él llamaba “El Secreto”. Se puede leer en el libro que escribió, titulado “The Timeless Swing” (El swing atemporal). Ese secreto cambió su juego diametralmente. Ya no necesitaba de esos putts salvadores varias veces a lo largo de la vuelta, sino que se convirtió en algo similar a Hogan: escuchaba ese sonido puro de la bola al contactar con la cara del palo, era preciso, cogía greenes en regulación… Por primera vez en su carrera se comenzó a hablar de la forma en que Tom dibujaba golpes.

Ganó seis grandes del Champions Tour y, a la edad de 59 años, finalizó segundo en un Open Championship, en el mismo escenario en que había superado a Jack en el 77. Entre ambos torneos en Turnberry habían pasado treinta y dos años.

Por norma general, los golfistas más brillantes triunfan cuando son jóvenes. Otros encuentran su mejor golf en la madurez, como Steve Stricker. Puede que me equivoque, pero creo que solo uno ha conseguido hacer ambas cosas.

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