La República de las Maldivas ha visto en el turismo del golf a su gallina de los huevos de oro particular y la oportunidad de obtener unos importantes ingresos con los que sufragar su ambicioso plan de expansión territorial. Este reducido país del océano Índico, integrado por cerca de mil doscientas islas y situado a escasos dos metros por encima del nivel del mar, pretende hacer frente así a los amenazadores efectos del calentamiento global.
Si los postulados de la teoría del cambio climático se cumpliesen, a lo largo del siglo XXI las aguas subirían cerca de sesenta centímetros, lo suficiente para anegar gran parte de un estado donde la población se congrega en menos del veinte por ciento de las islas que lo componen.
Ante esta hipotética y catastrófica situación, el gobierno del país menos poblado de Asia se decidió en 2008 por crear un fondo soberano con el que poder adquirir tierras en el extranjero (India o Sri Lanka, por proximidad geográfica, climática y cultural, o la vasta Australia) y evitar convertirse en un pueblo de refugiados, sobre todo tras comprobar las devastadoras consecuencias que en 2004 dejó un tsunami con más de cien fallecidos y cerca del cuarenta por ciento del territorio nacional inundado.
Con el turismo como principal motor económico del país, es en este ámbito donde han centrado la mayor parte de sus esfuerzos recaudadores, especialmente en el segmento del golf, de mayor promedio de gasto por turista, y complemento ideal a su oferta de sol y playa.
Sin embargo, si algo requiere la práctica de este deporte es espacio y, si le añadimos el componente de reclamo turístico, el golf en Maldivas necesita, además, un toque de singularidad que lo diferencie del resto del competitivo catálogo golfístico del sureste asiático. En la actualidad, solo hay un campo de golf en todo el archipiélago maldivo, un recorrido de seis hoyos, pares 3, de greenes artificiales y con una longitud media por hoyo de cincuenta metros (por debajo de los habituales estándares del pitch & putt): el Kuredu Golf Club, del selvático complejo hotelero del Kuredu Maldives Resort.
Así, el gobierno de las Maldivas ha apostado por la construcción de un campo de golf de 18 hoyos flotante con el que vencer el insalvable hándicap de sus pequeñas dimensiones, y para tan difícil empresa nada mejor que confiar en el buen hacer de un gigante en ingeniería y tecnologías de flotación como la neerlandesa Dutch Docklands, con experiencia local e internacional (las islas artificiales de Dubái) en ganarle metros al mar; el diseño de los arquitectos Waterstudio NL, también neerlandeses, y el consejo y gestión de la estadounidense Troon Golf.
En total, más de quinientos millones de dólares (340 millones de euros) de inversión y un plazo de ejecución de cuatro años, hasta 2015, cuando se espera que se haga realidad un ambicioso proyecto que se encontrará a cinco minutos del aeropuerto internacional de la capital, Malé, donde, precisamente, se construyó un imponente muro de tres metros a modo de dique con un coste de treinta millones de dólares (20 millones de euros).
Apenas han trascendido los detalles técnicos de tan magna empresa, pero quédense con su marcado respeto ecológico, máxima biosostenibilidad y mínimo impacto medioambiental: energía procedente de campos flotantes de placas solares desarrollados por la israelí Solaris Synergy, plantas de desalinización y refrigeración del agua del océano… y como curiosidad final, la comunicación subacuática entre los distintos hoyos y el hotel, con el que respetar y evitar los omnipresentes arrecifes coralinos.
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