Esta semana el mundo del golf visita las Tierras Altas de Arizona, más en concreto Dove Mountain, un pago situado en medio del desierto de Sonora en el que coyotes y correcaminos conviven amigablemente a lo largo de miles de hectáreas tapizadas por cactus saguaros. Lo hace, además, para disputar un torneo que es, por definición, único. Único, digo, porque se juega bajo el formato de match-play, una modalidad tan antigua como el golf, tan humana como el hombre.
No se trata de una afirmación gratuita. Ahí están las fuentes que documentan cómo los pioneros dirimían sus contiendas contabilizando hoyos y no golpes, cómo, de manera intuitiva, decidieron que ésta era la mejor forma de determinar un ganador. Es más, salvo excepciones, el mundo amateur de élite sigue apostando por esta fórmula al igual que lo hacen las mejores competiciones bienales por equipos, especialmente la Ryder Cup. Es decir, podría decirse que el juego por golpes o “medal-play” es la marca de clase del golf profesional, de una manera muy mercantilista de entender el deporte marcada, sobre todo, por los intereses económicos que lo rodean. Televisiones, sponsors, también los jugadores, temerosos de caer en las primeras rondas, apuestan por la seguridad que les transmite el juego por golpes, un stroke-play que parece, dicen, asegurar que al final de la semana alce el trofeo el mejor. “Ha ganado a todos”, afirman.
Pero si se trata de hacer justicia hay argumentos que apuntan en sentido contrario. No en vano en el match-play los oponentes comparten hoyo, condiciones meteorológicas, estado de los greenes,… En el match-play no hay turnos privilegiados o desfavorecidos y, por ello, parece que se dejan menos condiciones al azar. Pero vaya, no pretendo basar mi defensa del golf en estos términos y sí, en cambio, en postulados más románticos. En el formato por hoyos se duplican todos los componentes tácticos y psicológicos inherentes al golf. En match-play el golfista juega su bola teniendo en cuenta la situación del contrincante, maniobra en el campo siendo consciente, en todo momento, del marcador global. También es esencial el lenguaje corporal, los mensajes que se transmiten con un puño al aire o, por el contrario, con una mirada clavada en el suelo bajo los pies. En el match-play, en definitiva, alcanza su clímax la vertiente competitiva de un deporte que muchas veces nos ofrece postales demasiado amables.
No entiendo las bajas de Mickelson, Scott o Tiger, su negativa a participar en la primera gran cita del año. Por numerosas que hayan sido las sorpresas en el pasado, el match-play ha coronado, tradicionalmente, a grandes jugadores. Si repasáramos a los considerados maestros de esta modalidad, las figuras de Nicklaus, Seve, Palmer, Jones, Hagen, Nelson o la del propio Tiger ocuparían lugares de privilegio. Con su golf, pero también con su impronta de ganadores y su poder de intimidación, consiguieron numerosos triunfos en US Amateur, British Amateur, PGA Championship, World Match Play de Wentworth o en la Ryder Cup, en citas que gozaron o aún lo hacen, de un enorme prestigio.
Pese a estas ausencias la semana se presenta muy interesante. Sergio García, Miguel Ángel Jiménez, Gonzalo Fernández-Castaño y Pablo Larrazábal tratarán de brillar en el desierto frente a verdaderos dominadores en la modalidad como Kuchar, Mahan, Stenson o Poulter. La expectación es alta, el golf regresa a sus orígenes.
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