Puede que el espectacular domingo que se vivió en el Medinah Country Club hace un año nos haya hecho olvidar algo muy relevante: el sábado, en el último partido de los fourball, Ian Poulter firmó cuatro birdies consecutivos en sus últimos hoyos para ganar a Jason Dufner y Zach Johnson, con Rory McIlroy como principal espectador. La raza del mejor jugador del mundo a match play fue la primera piedra sobre la que se edificó esa gran remontada, ese monumento a lo imprevisible por lo que se recuerda aquella Ryder. A pesar de tratarse de una competición por equipos, fue solo un hombre quien mantuvo vivas las esperanzas de victoria, el que cambió el transcurso de la lógica.
Sus cuatro puntos en cuatro partidos acapararon todo el protagonismo europeo y dejaron en un segundo plano otras grandes actuaciones. Una de ellas fue la de Keegan Bradley, que junto a Phil Mickelson fue capaz de sumar tres puntos en sus tres primeros enfrentamientos. Era su primera aparición en un equipo estadounidense y por momentos pareció echárselo a las espaldas, reviviendo a un jugador que hasta entonces había conseguido once victorias y diecisiete derrotas en este torneo. Sin embargo, lo verdaderamente interesante de Keegan no fueron sus resultados, sino la forma en que entendió esta competición desde el primer hoyo.
Los golfistas, por naturaleza, no hacen demasiados excesos. Pueden sacar el puño una o dos veces, gritar “¡vamos!” después de meter un putt o soltar un “¡sé el palo!” mientras su bola atraviesa el aire. Pero por norma general, no transmiten demasiada energía para provocar que el espectador se levante de su asiento, incluso para coger algo de la nevera. No es ese tipo de deporte.
Pero Bradley es diferente. Por un lado, es bastante regular en los torneos del PGA Tour (esta temporada no tiene victorias, pero cuenta con siete top 10). Parece constantemente nervioso, acercándose y alejándose, saliendo de la línea, retrocediendo, girando el palo dentro de sus manos a una velocidad endiablada. Las ganas que tiene por pegarle a la bola recuerdan a las de un jugador de tenis esperando un servicio, dando botes, intentando que la sangre cabalgue por sus venas. Distrae mucho cuando lo ves por primera vez ya que, al fin y al cabo, no es lo habitual, pero con un par de vueltas uno se termina acostumbrando. El chico está constantemente en movimiento, solo vive en el presente. Antes de cada golpe, es un boxeador esperando la campana y no desentonaría que en algún momento se diera un tortazo a sí mismo para despejarse.
Keegan suele comportarse así cada semana, pero, ¿cómo lo hizo durante aquella Ryder? Todo aquel despliegue de gestos se exageró hasta límites imprevistos: daba botes, saltaba, gritaba, pegaba puñetazos en el aire, corría por las calles, giraba sobre sí mismo… fue todo un espectáculo. Las competiciones por equipos suelen significar mucho para cada uno de sus jugadores y, como ya hemos dicho, trabajan muy duro para reprimir sus emociones, estar calmados, no mostrar lo que verdaderamente está sucediendo en su interior. Es difícil descifrar qué pasa por la cabeza de Jason Dufner, Steve Stricker o Bill Haas.
Pero cuando uno ve a Bradley de un modo tan obvio y claro, listo para explotar en forma de rabia o júbilo en cada golpe, viviendo al límite, es imposible no contagiarse. Sus compañeros, sin excepción, lo hicieron, pero también sus rivales, más acostumbrados a los límites de la compostura. McIlroy gritaba, el hermético Kaymer resoplaba, Colsaerts también se encendía… Era un jugador de golf cambiando el estado de ánimo de un torneo con un siglo de historia y parecía que en cualquier momento iba a sufrir una combustión espontánea. “Quiere que las gradas se emocionen y que yo también me emocione”, declaró Phil Mickelson aquella semana. “Para que él también lo haga”.
Esta semana afronta su segunda competición por equipos y, como ya se demostró en Chicago, un jugador podría cambiar la tendencia que sigue el torneo. Keegan es carne de match play tanto como Poulter, o tanto como Tiger en el viejo arte de cerrar los torneos. Si tenemos en cuenta que el principal enemigo de Fred Couples es el elogio, no sería de extrañar que recurriera a él para que Muirfield Village se convierta en un infierno para los internacionales. No se trata de con quien emparejar a Woods o de si Jordan Spieth responderá tan bien como en los últimos meses, sino de hacer que este chico vuelve a explotar.
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