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Zona Pro

La selección natural

Enrique Soto | 18 de junio de 2012

Ni Furyk ni McDowell fueron capaces de igualar el resultado en casa club de Simpson (©USGA/John Mummert)

En un entorno hostil, solo aquellos capaces de adaptarse al medio saldrán victoriosos. El escenario se encontraba lleno de peligros y trampas, más que las que el propio diseño del recorrido podía proponer, y lo que era un campeonato de golf terminó asemejándose a una batalla por la supervivencia. El U.S. Open suele plantear una prueba de este tipo a los mejores jugadores del mundo, para gusto de muchos y hastío de otros cuantos, fomentando la fortaleza mental e intentando abolir el libre albedrío o la libertad de movimientos. Esta edición fue mucho más dura que sus dos predecesoras y estuvo cerca de rozar el límite de lo razonable, de lo soportable en el caso de los golfistas.

Atrapados en ella, dos de los jugadores de mayor fortaleza mental salieron en el último partido con la intención de protagonizar una gran pelea por la victoria. Tanto Furyk como McDowell sabían de su ventaja en estas circunstancias. El primero venía de cometer sólo seis bogeys en sus tres últimas vueltas; el segundo llegaba empujado por una tercera jornada memorable, a la altura de la que le encumbró hace dos años. Sus miradas intensas, los movimientos decididos y la tensión capaz de hacer callar a uno de los públicos más ruidosos que ha contemplado este torneo. El guión de la tarde, sin embargo, tenía preparados acontecimientos inesperados.

Se suele decir que el jugador que gana el U.S. Open es el que retrocede más lentamente en la última jornada. En momentos en los que ceder menos golpes es más importante que recuperarlos, Jim Furyk parecía tener el control del torneo al finalizar los seis primeros hoyos del recorrido, devastadores con la media de golpes. Afrontó la séptima prueba con tan solo un bogey en su tarjeta y con la sensación de que lo peor había pasado ya, que los birdies eran una cuestión de tiempo. McDowell, mucho más impreciso que el americano, llevaba por entonces tres por encima del campo y no podía sino agarrarse a un posible ataque posterior y a la confianza en su habitual tenacidad. Podía empezar otro U.S. Open más abierto a las posibilidades en que los birdies decidieran la balanza hacia uno u otro lado. No fue así.

En su lugar, un joven de veintiséis años que se encontraba con cinco golpes sobre el par consiguió birdies en los hoyos 6, 7, 8 y 10, alcanzando un global de mas uno con ocho hoyos por jugar. Nadie confiaba en que Webb Simpson pudiera salir victorioso de esta odisea pero su juego hasta ese momento resultó sorprendente: sí era posible hacer birdies en este recorrido, hasta llegado un momento pareció algo sencillo. Padraig Harrington lanzaba su propio ataque también desde la distancia y observaba el vuelo de su bola con la mirada característica de las grandes ocasiones. Voraz y sediento de bandera, jugó once hoyos del Olympic Club de un modo salvaje, recortándole cinco impactos al recorrido y con opciones de empatar en cabeza con un desconocido llamado Michael Thompson, líder en casa club con dos arriba.

Con Simpson en estado de gracia y Harrington desatado, el último partido se ahogaba en el tiempo. Furyk solo tenía un golpe de ventaja y optó por no arriesgar. La estrategia le había funcionado para llegar al liderato (seis bogeys en tres días) y no tenía por qué arrebatarle la victoria; lo importante era no fallar, alcanzar el siguiente green en regulación. McDowell, al contrario, esperaba la siguiente oportunidad de lanzar su ataque y llegó en el hoyo 11, en forma de putt de unos cuatro metros. Puño alzado y mirada fija, repitió resultado en el hoyo 12 alzando sus posibilidades y enviando un mensaje alarmante para Furyk: ganar sin birdies el U.S. Open se antojaba imposible.

Fue entonces cuando la tensión empezó a entorpecer los movimientos de los protagonistas. Simpson, en un ejercicio de contención, firmó ocho pares consecutivos de un modo brillante. Sus tiros a bandera fueron coherentes, lo suficientemente atrevidos como para no complicarse un torneo que se le ponía de cara; sus recuperaciones fueron precisas y contundentes. En un torneo diseñado para penalizar el error, discernió perfectamente los momentos en que ser agresivo era necesario de los que se trataba de una temeridad y a pesar de venir desde atrás en la clasificación, terminó su vuelta en una relativa estabilidad. Harrington, por su parte, se quedaba corto antes de tiempo recordando su primera vuelta del campeonato, 74 golpes, entregando una finalmente una tarjeta con 68 después de firmar un bogey en el 18.

La referencia era clara y llevaba el nombre de Webb Simpson, un jugador con tres victorias en el PGA Tour que había firmado dos vueltas consecutivas de 68 impactos y era líder en casa club con un golpe sobre el par. Las alternativas eran Furyk o G-Mac, todavía con hoyos por delante. Después de afrontar el hoyo 13 y firmar sendos bogeys, Furyk había anulado su ventaja y se veía en la obligación de conseguir el primer birdie del día mientras que McDowell veía cortada su racha de birdies consecutivos. En el hoyo 16 el estadounidense pegó un golpe que sería definitivo para el devenir del torneo. Su bola salió a la izquierda cerrando y aterrizó detrás de un árbol que le alejaba de cualquier opción de alcanzar un green más en regulación, la estrategia que tan bien le había funcionado hasta entonces. Tan solo un mal swing le costó un bogey y un liderato que parecía tener bajo control a lo largo de la jornada; eso si, bajo un margen de error mínimo.

Hasta uno de los jugadores más consistentes del mundo es capaz de fallar cuando menos lo necesita. Furyk pasaba de defensor a aspirante y como sin acostumbrarse a su nuevo papel, firmó otro par en el diecisiete donde G-Mac volvía a conseguir un birdie. Ambos a un golpe de la cabeza y con un hoyo 18 abarrotado alzándose ante sus miradas, pegaron sendas salidas a calle para jugarse con su segundo golpe el devenir del U.S. Open. McDowell, incisivo como siempre bajo presión, no desaprovechó la oportunidad de dejarse un putt de birdie. Furyk pegó un golpe directo al bunker, donde su bola se enterró en la arena junto a sus opciones de victoria. Tres golpes después finalizaba en cuarta posición un torneo que había tenido en sus manos y McDowell fallaba su oportunidad de forzar un playoff. Webb Simpson, en los vestuarios, se quedaba paralizado unos segundos para luego abrazar a su mujer.

“Una de las cosas que pensaba en los segundos nueve hoyos es que no sé cómo Tiger ha conseguido ganar catorce de éstos”, comentaba en la entrega del trofeo. “Siendo sincero, creía que podía ganar un major, pero quizá no tan pronto”.

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