Sergio pensó que no iba a ganar un grande. Después de haber finalizado entre los diez primeros en diecisiete ocasiones fue capaz de pronunciar lo que rumiaba la parte más oscura de su cerebro, la más incrédula. “No me veo capaz”, dijo. Si no lo había hecho durante los que se suponían los mejores años de su carrera, ¿por qué iba a conseguirlo ahora? ¿había algo nuevo en su forma de jugar a lo que atenerse? ¿una esperanza oculta detrás de todas las oportunidades que había desaprovechado? Terminó decimosegundo en 2012 y arrojó la toalla, abandonó la idea, se despidió del torneo como quien se promete no cometer un error por segunda vez. “No puedo ganar aquí”.
Un año después, el mismo hombre vuelve al mismo campo y se coloca líder de la competición. Sigue siendo el diseño de Bobby Jones y Alister MacKenzie, de amplias y onduladas calles, bunkers de arena tan blanca como la nieve y greenes endiabladamente enrevesados, con magnolias, melocotoneros, jazmines, cerezos y abetos. Sigue siendo el Augusta National, pero los hombres cambian; yerran y se reforman, alteran la estructura de sus pensamientos. Sergio creía que no estaba capacitado para ganar un grande y firmó su mejor vuelta en el Masters a las primeras de cambio, obviando qué había dicho o cómo se había sentido. Se plantó en el tee del uno olvidándolo todo y entregó una tarjeta con 66 golpes, recordando que lo que verdaderamente importa en este escenario es sacar a la luz lo mejor de uno mismo.
Sus nueve primeros hoyos fueron un puñetazo en la mandíbula a las palabras que había pronunciado doce meses atrás. Firmó cuatro birdies de un modo sencillo, sin complicaciones, como quien acude una mañana más al trabajo. García solo pisaba la hierba segada al ras, al igual que lo hizo en el Sedgefield Country Club durante el Wyndham Championship. Era su mejor versión paseándose por la primera gran prueba de la temporada, en la que todas las partes de su juego funcionaban ajustadas a un preciso engranaje. Los nueves segundos, sin embargo, fueron algo más accidentados y los errores, esa parte inherente al golf, comenzaron a aparecer. Tampoco fueron un impedimento porque Sergio, de entre todos los jugadores que compiten esta semana, cuenta con uno de los mejores repertorios alrededor de los greenes. Cero bogeys, veintisiete putts. Un día para recordar y, sobre todo, para creer.
Es posible que necesitara olvidarlo todo para construir algo así, alejar de su mente viejos fantasmas para volver a empezar de cero. Es posible también que, tras estos 18 hoyos, ya no recuerde con tanta claridad por qué no le gusta este recorrido o por qué se ve incapaz de cerrar el torneo un domingo por la tarde. “En aquel momento me sentía así”, dijo explicando sus declaraciones. Quién sabe. Con lo que sí podemos contar es que pasará por hoyos, durante los próximos tres días, en que podrá alimentar de nuevo todo tipo de dudas. Podrá pensar que ya ha perdido, que la historia se repite siempre de un modo cíclico y cruel con sus intereses, que es inevitable. Será en esos instantes donde deberá caminar a oscuras y de un modo inconsciente, donde intuir, como dijo Seve, que iba a ganar antes de hacerlo.
Las primeras piezas se han ido situando en el tablero en un día benigno y apacible. Los greenes no están tan rápidos ni duros como en ediciones pasadas lo que, tratándose de este campo, resulta una grandísima ayuda. Marc Leishman surgió bien temprano de la nada y marcó también un menos seis que corroboraba estas facilidades; Dustin Johnson desnudó cada hoyo a base de cañonazos que volaban en línea recta y se situó solo un golpe por detrás, mientras que David Lynn y Rickie Fowler se quedaron en la cuarta posición con menos cuatro. Junto a ellos, se encuentra Gonzalo Fernández-Castaño.
Hace un par meses le preguntamos si se veía capaz de ganar un grande y, como siempre, respondió con total sinceridad. “La verdad duele: no”, escribió. Al fin y al cabo, afronta esta semana su segunda aparición en un Masters y contestar lo contrario podría parecer una temeridad y desembocar en una presión innecesaria. Gonzalo, al igual que Sergio, dijo “no” pero su juego parece hablar en otro idioma. Sigue subiendo esa infinita sucesión de peldaños que es el deporte y tras perderse una Ryder Cup por no rendir a buen nivel en las grandes citas, busca redención. Ya no se trata de acumular experiencia o codearse con los mejores, sino de dejar su nombre bien alto en la tabla y, como decía Trevino, “un perro hambriento caza mejor”. Solo un bogey en el 18 le impidió compartir la segunda posición, pero cuenta con muchos argumentos para sentirse orgulloso: está pateando bien, está dejando la bola cerca de bandera y desde el tee no se mete en problemas. Gonzalo está fino, muy fino, y no tiene miedo al éxito.
Ambos españoles han colocado la primera piedra de lo que podría ser una catedral, que se levantaría un once de abril, como las victorias en estas tierras de Seve y Olazábal (que finalizó con mas dos), y que además serviría de homenaje a los treinta años de la segunda chaqueta verde del de Pedreña. Es necesaria y fundamental para el resto del edificio pero, por ahora, se trata tan solo de la primera. Tiempo para seguir levantándola.
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