La motivación, en el deporte, puede nacer de los lugares más recónditos. De algún modo, cada atleta debe encontrar una razón para trabajar más duro y creer con más firmeza que el resto de sus rivales. El talento natural de cada uno puede otorgar esa motivación, por supuesto, pero la capacidad para pegar más bolas después de una vuelta, para quedarse unas horas estudiando el movimiento de su putt, de pasar más tiempo en el gimnasio o, al fin y al cabo, quedarse a ver el final de la película cuando parece evidente… Este tipo de comportamientos van más allá del “soy bueno jugando a esto y me encanta hacerlo”. Requieren de una chispa.
A veces es el dinero y otras la fama, las expectativas familiares, el miedo a perder, el espíritu competitivo o la furia que se desata para demostrar que el gran público puede estar equivocado. Cuando un jugador no da muchas pistas de cuál es su motivación principal, esa chispa, es hasta divertido intentar imaginarla, como si fuera un juego. Es el caso de Tiger Woods. ¿Qué mueve al número uno del mundo? Cuando su vida privada se hizo pública, allá por 2009, no solo pudimos contemplar el peor momento de su carrera, sino un punto de inflexión: una historia perfecta se tornaba en algo oscuro y desconocido. El estudiante por excelencia del golf, el hombre que batiría todos los récords, también tenía un lado humano; “demasiado humano”, quizá, como dijo Nietzsche.
Se abrió entonces una etapa en su vida que incluía el demostrar a todo el mundo que seguía siendo el mismo en los campos de golf, a pesar de todo por lo que había pasado (portadas en prensa rosa, debates, pedir disculpas a todo el mundo a través de todas las cadenas de televisión…) Puede que lo hayamos olvidado, pero no hay muchos capaces de salir indemnes de una lapidación similar. David Duval, por ejemplo, se hundió solo tras ganar un Open Championship. ¿Encontró Woods una motivación en demostrarlo? ¿Es Tiger el tipo de deportista que se crece tras escuchar tantas críticas?
Como esto es un juego, cada uno puede imaginar un escenario distinto. Si uno echa la vista atrás, sin embargo, parece evidente que la chispa de Tiger siempre provenía de lugares positivos: los sueños y las expectativas de su padre, los dieciocho grandes de Nicklaus colgando del cielo, la evidente satisfacción que encontraba cuando la presión subía hasta acelerar la sangre y el torneo estaba ahí delante, listo para ser agarrado con fuerza. Woods nunca ha dejado que los medios entraran demasiado en sus pensamientos, pero es indudable cuánto adora competir y cerrar campeonatos. “Ganar lo soluciona todo”, ha dicho en ocasiones.
Nadie dudo nunca de él porque era un prodigio en el golf. Fue declarado futuro rey cuando apenas tenía diez u once años y ganó cada competición amateur que se cruzó por delante en múltiples ocasiones. Su padre, Earl, no solo le convenció de que cambiaría este deporte para siempre, sino que, a su manera, también conseguiría cambiar el mundo. Es muy difícil imaginárselo en la cancha de prácticas pensando: “Se van a enterar todos esos que no creen en mí”. Todos creían en él. Más bien, siendo Tiger, pensaría algo como: “Voy a ser el mejor golfista que haya existido nunca”. Se acerca más a Mozart que a un chico que ha salido peleando de una barriada.
Desde hace unos años, Tiger tiene que lidiar con críticas y contaba con dos caminos distintos: profundizar en ellas o alimentarse de ellas. Él ha dicho públicamente que hace lo último. Se han rodado muchos anuncios diciendo que lo hace. Puede que sean los cambios en el swing, las lesiones, su nueva vida familiar… Pero el contador de grandes, desde entonces, sigue en cero. ¿De verdad lo ha hecho? Esto es solo un juego así que… jueguen.
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