Tiger Woods inició el U.S. Open a un ritmo constante, libre de fantasmas en su swing y con la mente clara. El primer major en años donde todo funcionaba lo suficientemente bien como para preocuparse únicamente de competir, de mantener la maquinaria en velocidad de crucero. El jueves la nave zarpó y adelantábamos que nadie sería capaz de superarla el domingo, ni siquiera un Michael Thompson que lideraba con tres golpes de ventaja. El viernes, esa nave ya lideraba el segundo grande de la temporada, el último que Woods fue capaz de ganar.
En lo que Graeme McDowell ha calificado como “un test de golf brutal”, Tiger exhala después de cada golpe, como si su rodilla le siguiera causando problemas. Ahora ya no le duele, pero un golpe perfectamente ejecutado puede acarrear un resultado catastrófico: una bola clavada en el rough, pegada al talud de un bunker o la simple incapacidad de poder alcanzar el green. Tiger pega su bola y la sigue en el aire con más tensión que en el momento del impacto. Poco importa que haya cogido once de catorce calles posibles en este segundo día de competición, alcanzando un setenta y cinco por ciento del total en el torneo o que tire más a menudo para birdie; nadie está a salvo.
Desde que consiguiera ganar en Torrey Pines se dice que sus rivales le han perdido gran parte del respeto que se ganó durante catorce majors y decenas de torneos en el PGA Tour. Se dice que cualquiera en buena forma es capaz de batirlo hoy día. Pero el Tiger del año 2008 o temporadas anteriores no era capaz de coger tantas calles como el que vemos esta semana en el Olympic Golf Club y tampoco sabemos si sería capaz de mostrarse tan firme en sus golpes a green. Se decía que Tiger había cambiado y en este punto no les faltaba razón; era imposible que no lo hiciera. Su mente se marcó nuevos retos que en buena medida pueden llegar a alcanzarse esta semana y se infligió un castigo en forma de cortes fallados, horas en la cancha de prácticas y miles de swings en repetición. He aquí los resultados, su momento de redención.
Y si el Tiger de pura raza intenta empujar su bola en el aire imaginen las peticiones que le envían David Toms o Jim Furyk, colíderes del torneo junto al californiano. Silenciosos y con la cabeza agachada, ambos jugadores han decidido emerger como sus viejos rivales en pasadas citas y hacer valer su experiencia en las grandes ocasiones. Uno ha ganado un PGA Championship, el otro el mismo torneo que está disputando (dos cortes fallados en dieciocho U.S. Open disputados) y su estrategia en este torneo está siendo clara y predecible: calle, green. En medio de esta sin razón en la preparación del recorrido, Toms ha cometido cuatro bogeys en dos días. Furyk solo tres. No son los jugadores que mejor impactan la bola, ni los que patean mejor, ni siquiera son los que más calles cogen del circuito. Ellos son los supervivientes, los jugadores que la USGA busca premiar al organizar un torneo en semejantes condiciones.
En este punto de la competición, en el que los números uno y dos del mundo no han pasado el corte, tres ganadores de majors se hacen con el liderato y parecen dar algo de cordura al caos que impera cada rincón del Olympic. “Quienquiera que gane este torneo va a ser un gran campeón, alguien que haya ganado torneos antes, sea capaz de gestionar sus emociones y la adversidad de un U.S. Open, alguien con experiencia”, tranquilizaba Toms al finalizar su vuelta. Tiger lo resumía en un tono mucho más práctico: “Este torneo es distinto. Tienes que ser paciente y jugar para conseguir un montón de pares”, mientras que McDowell decía lo mismo que pasa por la cabeza de muchos aficionados: “Es difícil pasarlo bien ahí fuera”.
Junto al norirlandés, que siempre se viste de gala para los momentos más importantes, se encuentran con uno más del campo John Peterson, Michael Thompson y un Nicolas Colsaerts que pide a gritos una oportunidad en Medinah. Solo dos golpes por detrás de los líderes pero con la barrera de jugar bajo par de por medio. Ahora bien, si ganar este torneo es una cuestión de garra y supervivencia no pierdan de vista a G-Mac; muy pocos son tan duros como él en un campo de golf.
Sergio García mejoró su tarjeta dos impactos respecto al primer día, firmando 71 golpes y rompiendo un micrófono con un hierro en el hoyo tres; como viene siendo habitual, destilando pensamientos negativos al finalizar su vuelta. Es el único español que ha conseguido pasar un corte fijado en ocho sobre par.
Y fracaso sin paliativos de dos de los gallitos del golf europeo, Rory McIlroy y Luke Donald, defensor del título y número 1 del mundo, que se marchan antes de tiempo de Olympic después de haber recibido otro revolcón en un major.
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