“Le pudo la presión”, se escribirá. “El número uno cayó como una losa sobre sus hombros”, se podrá decir. Adam Scott, líder destacado del Arnold Palmer Invitational durante las tres primeras jornadas, dejó escapar un torneo que dominaba por tres golpes de ventaja a falta de dieciocho hoyos. Tenía todo a favor para conseguir su primer triunfo de la temporada, llegar a lo más alto la semana de Augusta y dar un golpe encima de la mesa de la élite del golf, a los Woods, Stenson, McIlroy, Mickelson y resto de candidatos. “Aquí tenéis a la nueva referencia”, podría haber dicho el australiano. Pero no, no y no. Scott firmó una vuelta impropia de sus registros y dejó marchar un campeonato que parecía cerrado.
¿Cómo lo hizo? Para entenderlo hay que rememorar el jueves, donde igualó el récord de Bay Hill con una vuelta de 62 impactos (menos diez). Cómo cambia este deporte en tan pocos días y qué diferencias más pequeñas existen entre dos rondas similares. Adam no consiguió aquel resultado monumental gracias a la base de su juego, el largo, sino en los greenes. En la primera jornada ganó cinco impactos pateando frente al resto de jugadores, cuando su media en el circuito apenas se mantiene en un 0,1. En otras palabras: Scott no es el número dos del mundo por ese putter largo que le acompaña en la bolsa, sino porque su driver y sus tiros a bandera son sustancialmente mejores que los de sus rivales.
¿Qué sucedió ayer? Pues que ese arma que tan bien se había comportado durante los primeros días bajó a sus registros habituales, al equilibrio cercano a cero. En toda la última jornada solo consiguió embocar uno de poco más de dos metros; nada más. El resto eran intentos que se pasaban ampliamente del agujero y problemas en aquellos más alejados. Así llegaron sus dos primeros bogeys del día, en el uno y en el tres; más tarde volverían a hacerlo en el siete, el catorce y el diecisiete. Fueron cinco errores a lo largo de la jornada, pero también unas cuantas oportunidades que se escapaban ante la desesperación de un jugador preparado, campeón de un Masters, listo para ascender al número uno. El problema de Scott ayer fue que un jugador de su categoría no puede perder casi tres golpes en los greenes cuando necesita cerrar un torneo. Ni él, ni Tiger, ni nadie.
“A veces tienes que ser duro contigo mismo; otras no”, declaró, tras entregar un 76. “Estaba llegando a un buen punto, en el que tenía la oportunidad de ganar el evento y coger mucha confianza. Estoy enfadado por no haberlo conseguido. Mi juego corto no estuvo ahí. Necesito enderezarlo y trabajar en ello para que pueda responder bajo presión”.
Ante el sueño del líder, una cara desconocida surgió en lo más alto. Se llama Matt Every, no había ganado nunca en el PGA Tour y, por supuesto, había estado lejos de la brillantez del australiano a lo largo de la semana. Es normal, si tenemos en cuenta que su potencial y sus objetivos son más modestos. Pero Every llegó con todas las piezas bien afiladas a la última jornada, dispuestas a ser probadas bajo los efectos de la mayor presión de su carrera. Su buen juego no se había basado en ninguna en particular, sino en la consistencia, ese “sigue insistiendo” que se plantean todos los profesionales sin victorias ante los mejores. La de Every fue una vuelta normal, acorde a sus números, justa y merecida: firmó cinco birdies y cometió tres bogeys (dos de ellos en el dieciséis y dieciocho) para entregar un 70. Cualquier otro podría haber hecho lo mismo, pero esta semana fue él quien se impuso a un ataque tardío de Keegan Bradley.
“No puedo creer que haya ganado”, dijo. “Si te quedas cerca podría ser duro, porque te puedes preguntar si alguna vez lo vas a conseguir”. Su menos trece se impuso al menos doce de Bradley, al menos once de Scott y al menos diez de Kokrak. Stenson y Molinari fueron quintos, mientras que Gonzalo Fernández-Castaño entregó un 70 que le hizo subir hasta la trigésimo quinta posición, en el menos uno. “Es duro”, añadió Every. “Nunca sabes si vas a poder hacerlo. Tienes oportunidades, a veces. Es genial haber ganado”.
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