Dicen que Merion cuenta con tres tramos bien diferenciados. En el primero, lo importante es aguantar, sumar pares y si el día se muestra propicio, recortar algún golpe al campo. El segundo es más benévolo y se pueden atacar las diferentes posiciones de bandera, por lo que es fundamental salir de allí con una mínima ventaja, que se debe defender en el tercero, donde están los hoyos más difíciles. Cualquier jugador de los que disputa esta semana el U.S. Open está siguiendo este plan de ataque: contención, agresividad y defensa. Los que quisieron saltárselo ya se han ido a casa porque no consiguieron superar el corte, castigados de una forma tan cruel como humillante. Han sido tantas las vueltas con más de ochenta golpes que algún aficionado podría pensar que estos chicos no son tan buenos.
En realidad, todos los campos que albergan un grande cuentan con esta serie de tramos. A veces están divididos de forma clara y honesta, como es el caso de Merion, y en otros, como en el Augusta National, se esparcen irregularmente a través del recorrido. Ya se afronte el uno o el otro, resulta imprescindible tener bien clara la estrategia a seguir, sobre todo si, además, el rough está alto, los greenes duros y los bunkers parecen esperar impacientes a los jugadores antes de cada impacto, amenazantes como los ojos de una bestia en mitad de la noche.
La tercera jornada del Abierto de Estados Unidos fue abierta, memorable, sujeta a los mil azares de este juego e inclinada finalmente a un hombre que nunca ha representado la fiabilidad de un líder. Han pasado ya dos días de competición en condiciones muy cambiantes, desde la humedad y la pesadez del primero hasta el secano y la crueldad del último. Pero estos hombres ya saben de los tramos de Merion y cuentan con sus estrategias para moverse por el campo y por la clasificación. Fueron muchos los que lanzaron breves escaramuzas al comenzar la mañana. Nicolas Colsaerts alternó un doble bogey, un eagle, un bogey y un birdie en sus primeros cuatro hoyos, Steve Stricker sumaba pares como quien acude a la oficina y Charl Schwartzel consiguió situarse en tres bajo par en tan solo diez hoyos. Desde que amaneció en Filadelfia, el escrupuloso orden que mantenía el torneo dejó de tener la más mínima relevancia. Era un nuevo día y los líderes se alternaban hambrientos.
Billy Horschel comprobó lo difícil que es salir como cabeza de serie en estas circunstancias, cediendo paulatinamente a medida que avanzaba su vuelta. Afrontó los segundos nueve hoyos con un mas tres y viendo cómo Luke Donald, Justin Rose, Ian Poulter o Jason Day le superaban llegando desde atrás. Habían sabido hacerse fuertes en la parte más vulnerable del recorrido y habían encontrado una grata recompensa. A pesar de iniciar la jornada por encima del par, estaban en disposición de tomar el control del torneo. La historia de Mahan, Schwartzel o Stricker fue similar: se habían hecho fuertes antes del hoyo 14 y comenzaron a intercambiarse golpes como si estuvieran encerrados en un cuadrilátero, con un montón de aficionados pidiendo sangre. Uno hacía birdie en el corto par 4 del 13, mientras otro le respondía en el también manejable hoyo 10. Un griterío en una zona de Merion seguido de otro un poco más atrás. El campo se estaba incendiando a base de pequeños chispazos.
Pero todos, en un momento u otro, llegaron a los últimos cinco hoyos de este campo y todos, tarde o temprano, terminaron mirando al árbitro y pidiendo el fin del combate. Véase a Luke Donald, que marchaba primero con menos dos en el tee del 17 y terminó en el último de green de Merion con un acumulado de mas uno; bogey y doble bogey. Véase a Justin Rose, que marchaba solo un golpe por detrás y finalizó con otros dos errores. Schwartzel y Mahan hicieron lo mismo. Daba igual de donde vinieran o cómo estuvieran pegando a la bola. Cogían un hierro largo o una madera en el par 3 del 17 y se enfrentaban luego a un hoyo de 480 metros en el que era imposible para la bola en green. Era el golf llevado a su estado más sangriento y salvaje y sus vueltas caían en un abismo como los barcos que una vez se perdieron en el Triángulo de las Bermudas, sin un faro con el que guiarse ni esperanzas que perseguir.
Solo un hombre fue capaz de encontrar la luz al final de este túnel. Arrastraba dos errores al comienzo de su vuelta que fue capaz de resolver con birdies en los hoyos 10 y 11, como la mayoría de mortales a lo largo de la jornada. Pero entonces, en el 17, pegó un hierro 4 que aterrizó a unos seis metros del hoyo y se acercó hasta dejarse una clarísima oportunidad de birdie. Cuando Phil Mickelson embocó ese putt, las grandes gradas que rodeaban el green estallaron de júbilo, señalando al único jugador que ha liderado ya, durante tres días seguidos, este torneo. Un drive en mitad de calle del 18 y una madera dos metros larga fueron insuficientes para evitar un bogey rutinario en este hoyo, pero el mensaje estaba lanzado. El hombre que a menudo no sabe esperar, que busca caminos para llegar a bandera inescrutables para otros sin talento, que falla calles, golpes francos y putts cortos, es el único jugador que queda bajo par en el U.S. Open. Es el único barco que ha vuelto a casa desde el Triángulo de las Bermudas.
¿Cómo lo ha hecho? Dejando de ser tan Phil Mickelson y pareciéndose un poco más a lo que demanda su gran cuenta pendiente con el golf. Eliminando la tentación y armado de un catálogo de golpes tan vasto como el océano, este zurdo nacido en California saldrá como líder del torneo con menos uno. Mahan, Schwartzel y Stricker lo harán desde el par; Rose, Donald y Horschel desde el mas uno y Jason Day desde el mas dos. Merion, idílico escenario de este deporte, ha vivido una tercera jornada como pocas, generosa y llena de vitalidad y peligros, hermosa y completa. Ha dejado todo listo para que un jugador acostumbrado a perder tenga una nueva oportunidad de victoria a los cuarenta y tres años pero, sobre todo, le ha dado una nueva ocasión de demostrar que sabe cerrar un torneo en sus últimos hoyos. Que sabe navegar en unas aguas en las el resto terminan hundiéndose.
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