Desde que Rickie Fowler comenzó su carrera como amateur, ya era evidente que se trataba de un jugador con un gran potencial. Ganó dos veces el Sunnehanna Amateur, uno de los torneos más prestigiosos de Estados Unidos fuera del ámbito profesional; llegó a posicionarse séptimo en un U.S. Open y fue una pieza clave en las victorias americanas en la Walker Cup de 2007 y 2008. Recién cumplidos los veinte años, firmó contratos multimillonarios con Titleist, Puma e incluso Rolex, antes de debutar en el Nationwide Tour. Poco después finalizó séptimo en el Justin Timberlake Shriners Hospitals for Children Open y segundo en el Frys.com Open. Las expectativas sobre un chico que vestía de naranja los domingos se dispararon.
Han pasado tres temporadas completas desde aquellos tiempos (2010, 2011 y 2012) y el joven californiano ha demostrado estar a la altura de un circuito tan exigente. Cada año Fowler ha fallado menos cortes, conseguido más top 10 y se ha asomado con más frecuencia a los primeros puestos de la tabla. Sin embargo, al igual que ha ocurrido con muchas otras grandes promesas, no parecía eclosionar como lo hizo Tiger Woods, que ganó dos torneos en sus siete primeras apariciones. Es una forma muy cruel de comparar trayectorias dado que Tiger es Tiger y, como el mundo comenzó a comprender, Rickie era Rickie. Era tan bueno a una edad tan prometedora que tuvo que crecer en un ambiente más hostil que otros de su quinta, pero supo salir adelante. Hace un año ganó su primer torneo como profesional en Quail Hollow, el Wells Fargo Championship.
Puede que no haya crecido como jugador al mismo ritmo que los medios planearon, pero contemplando el camino que ha seguido Fowler se puede observar una clara evolución, a una velocidad constante. Su caso no es similar al de Mickelson o al de McIlroy, sino al de Luke Donald o Justin Rose: pequeñas mejoras temporada a temporada hacen que se acerque poco a poco al máximo de sus posibilidades. En los últimos años hemos podido ver que no se trata de uno de los grandes pegadores del circuito –aunque ni mucho menos va corto con el driver–, que su tendencia a atacar compulsivamente banderas le lleva a fallar unos cuantos greenes en regulación y que, cuando está fino con el putter, puede embocar desde cualquier sitio. Cuando uno de estos tres aspectos funciona bien durante una semana, Rickie se mete entre los diez primeros casi con total seguridad.
Su caso recuerda mucho al de Luke ya que, durante varios años, fue capaz de rendir a un alto nivel en muchas facetas del juego. Pero no fue hasta que se distinguió como uno de los mejores pateadores de la actualidad o un gran estratega a la hora de encontrar la forma más inteligente de atacar un hoyo cuando verdaderamente llegaron los triunfos; en su caso, siete victorias, dos listas de ganancias y el número uno del mundo. Rickie no va a ser el dominador total que fue Woods o que por momentos son capaces de ser Mickelson o Rory, pero parece que año tras año va encontrando la manera de destacar con más consistencia. Ahí va una clave: en 2012, en su primera victoria, consiguió coger casi el 80% de greenes en regulación, muy por encima de lo que promedió el resto del año.
Esta temporada lleva cuatro top 10 (tercero, quinto y dos veces sexto) y solo ha fallado un corte, en lo que supone un peldaño más en su escalera hacia otra victoria. Sin embargo, puede que su mayor triunfo hasta la fecha haya sido quitarse la aureola de chico prodigio, agachar la cabeza y ponerse a trabajar para ser el mejor jugador posible. Es más lento y engorroso, pero acostumbra a dar grandes resultados. La artesanía como arma de futuro.
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