Ian Poulter tiene 37 años, diecisiete victorias como profesional y siete top 10 en los grandes. No es ninguna de estas cosas, sin embargo, la que le ha convertido en uno de los principales favoritos a ganar en los escenarios más importantes del mundo, sino sus actuaciones en un torneo que solo se disputa cada dos temporadas. Sí, cuando llega la Ryder, este inglés se transforma en un púgil enrabietado que deja en la lona a cualquiera de los estadounidenses que se atreven a desafiarle. “Nadie quiere enfrentarse a mí. Es así de sencillo”, declaró en Medinah el pasado mes de septiembre.
A pesar de la enorme carrera que está llevando a cabo en la élite, existe una asignatura que Poulter todavía no ha superado con nota. La electricidad, el desparpajo y las ganas que muestra en formato match play acostumbran a diluirse en una versión más mediocre de sí mismo cuando afronta el juego por golpes. Por una parte parece normal, ya que su nivel de exigencia no puede mantenerse a lo largo de tantos meses, pero por otro resulta sorprendente que un hombre tan intenso como él se desvanezca hasta no ser reconocible en una clasificación de cuatro jornadas. Contra los hombres muerde, pero contra los campos se amilana.
Él no se ha mostrado indiferente ante esta bipolaridad. Desde que finalizara su inmenso papel en Medinah (cuatro puntos en cuatro partidos disputados), ha estado pensando en cómo trasladar todo ese voltaje a los grandes, su cuenta pendiente con el golf. En el último de ellos, el Open Championship, pudimos ver un atisbo de lo que sería el Poulter campeón que deja su huella en la historia. En los primeros doce hoyos del último día consiguió recortarle cinco golpes a un campo que otorgó la victoria con un acumulado de menos tres. Llegaron así, como venidos de la nada. No estaba en su mejor semana con el putter en las manos (estrenó uno en Muirfield), ni su juego largo fue, ni mucho menos, el más eficiente durante toda la semana, pero se las apañó para darse una oportunidad ante las dudas de los líderes. En cierto modo, Ian es así: imprevisible, agresivo, contundente. Aquellos hoyos del Open fundieron sus dos caras en el golf en una sola, la que debería mostrar cuando alce uno de los cuatro grandes.
La confirmación de este método para llegar a la cima había tenido un antecedente unos meses atrás. Fue en el PGA Championship que ganó el todopoderoso Rory, ese jugador que desordena la lógica y sus posibilidades cuando está en forma, ganando por ocho golpes de ventaja. Al igual que en Escocia, Poulter partía prácticamente sin opciones en la jornada final, pero de nuevo, como llegado de la parte más ambiciosa de sí mismo, comenzó el día desatado como un caballo salvaje. En sus cinco primeros hoyos en Kiawah Island firmó cinco birdies y, curiosamente también, a partir del 12, rompió esa racha positiva cuando llevaba un acumulado de menos siete.
Van ya dos avisos en muy poco tiempo y, en el golf, las oportunidades perdidas acostumbran a decir mucho más de lo que parecen. La fórmula que buscaba Poulter ha sido resuelta: aguantar tres días con opciones y, al final, cuando todos se deshacen por el calor de la presión, subir el número de revoluciones hasta rozar las de la Ryder. Es una forma de gestionarse a sí mismo que requiere de experiencia y de muchos años en la élite, por eso quizá no había dado antes con ella. La pregunta no es tanto si será capaz de aplicarla en un futuro cercano, sino si cuando la consiga dominar no caerán varios grandes seguidos. Como ha demostrado Tiger a lo largo de su carrera, alzarse con uno en una remontada épica está al alcance de pocos.
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