Tony Lema y Payne Stewart son dos campeones unidos por un fatídico desenlace en forma de sendas tragedias aéreas. Su sino bien podría haber inspirado no solo a algún avezado guionista hollywoodiense, sino también al cantautor Don McLean para componer una segunda parte de su American Pie centrada en el día (o los días) en que el golf murió.
No sería osado afirmar que ambos fallecieron en acto de servicio. Quizás no a pie de hoyo, como el caddie zimbabuense Iain McGregor en el Open de Madeira, pero sí por causa directamente relacionada con su profesión. Si alguien acumula horas de vuelo son los jugadores profesionales que, con frecuencia, sobre todo en EE. UU., se ven abocados al uso compartido de un avión privado que deja de ser un lujo para convertirse en una forma de ahorrarse los costes de las líneas regulares.
El 25 de octubre de 1999, el Learjet 35 en el que viajaba Payne Stewart desde el Aeropuerto Internacional de Orlando con destino Dallas sufrió una despresurización en la cabina con mortales efectos para sus seis ocupantes, entre los que se encontraban su manager, Robert Fraley, y el diseñador de campos de golf Bruce Borland. El aparato se convirtió durante cinco largas horas en un siniestro ataúd que sobrevoló el espacio aéreo estadounidense para terminar estrellándose en una zona agrícola en Dakota del Sur. La realidad siempre supera a la ficción. Dos F-16 escoltando al aparato mientras Bill Clinton sopesa si cursar o no la orden de derribarlo; la desesperada mujer de Stewart que sigue por los medios la odisea mientras trata de contactar con su marido por el móvil… Ingredientes que añaden, si cabe, mayor dramatismo al insólito siniestro.
El US Open, el segundo grande del año, regresa por tercera vez al número dos de Pinehurst diseñado por Donald Ross en 1907, un escenario vinculado a la figura del malogrado campeón. Una simple asociación de ideas me lleva a visualizar la imagen del excéntrico, a la par que carismático, Stewart celebrando su triunfo en ese campo tan solo tres meses antes de su fatal accidente. Me recreo en la inconfundible indumentaria de un jugador de la vieja escuela; léase, bombachos, gorra escocesa, calcetines largos y zapatos lustrosos, componiendo una poco ortodoxa figura, más propia del aquel superhéroe americano de la serie televisiva de los años ochenta cuando trataba de aprender a manejar el poder de volar que de un bicampeón del US Open. Sin embargo, no lo considero nada sobreactuado teniendo en cuenta que, con el magnífico putt que le otorgaba la victoria por un golpe sobre un joven Phil Mickelson, además de todos los privilegios y laureles asociados a su conquista conseguía volver abrazar la gloria en un torneo que el año anterior se le había resistido también por un solo golpe y que, además, había liderado más veces que ningún otro hasta hoy. En concreto, once. Ese gesto ganador ha sido congelado en una estatua de bronce que es muda testigo de las vicisitudes de los jugadores que estos días se baten el acero, que no el cobre, de nuevo en uno de los mejores recorridos del mundo.
En sus últimos años, entre su primera y segunda victorias en el US Open, Stewart se había reinventado a sí mismo, quizás superando lo que otros llamarían la crisis de los cuarenta y no solo a efectos golfísticos. Una transformación casi a lo Ebenezer Scrooge en la que sus dos hijos y su mujer tuvieron mucho que ver. Pasó de ser un hombre algo huraño, impaciente, bebedor empedernido y tremendamente competitivo a poner los medios para combatir el déficit de atención (que, curiosamente, también comparte Bubba, el último ganador del Masters) y a conseguir ser recordado como uno de los golfistas más íntegros, formales y caballerosos del golf moderno.
Tanto es así que su elevado sentido del honor, ese que es patrimonio de las grandes almas, ha sido la inspiración para un galardón que el PGA Tour entrega cada año desde el 2000, y que premia a aquellos jugadores que representan en su carácter la pasión por el desarrollo del golf y encarnan valores que evidencian un profundo respeto por sus tradiciones, así como un manifiesto compromiso con la solidaridad y el compañerismo.
Sin embargo, como diría Plutarco, el autor que me inspira esta crónica en forma de vidas paralelas, «a veces una broma, una anécdota, un momento insignificante, nos pintan mejor a un hombre ilustre que las mayores proezas o las batallas más sangrientas». Esto es precisamente lo que sucede con el otro protagonista de este relato, Tony Lema, sin desmerecer la gesta que en el año 1964 le hizo levantar la jarra de clarete. Lo que le hace memorable no es que el aciago final de su historia se escribiera apenas un mes después de haber logrado su mejor puesto (el cuarto) en el escalafón del US Open de 1966 que ganó Billy Casper. Tampoco el hecho de que, en su particular autopista hacia el cielo, su avión se estrellara precisamente al lado del green del hoyo siete del Lansing Country Club (Illinois), a menos de un kilómetro de su destino, ni porque fuese la mejor carta en la manga de su época para poder completar un gran póquer de reyes junto con los otros tres: Palmer, Nicklaus y Player.
No, sufridos lectores, de Tony elevaremos a categoría su optimismo, su carácter mediático, ese con el que le sabía ganarse a la prensa encargando siempre champagne antes de cada una de sus últimas vueltas para celebrar con ellos sus potenciales logros (lo cual supuso que le bautizaran con el apelativo de Tony “Champagne” Lema), su condición de mujeriego e ingenioso bon vivant, su rápida y traviesa sonrisa, y su palabra casi siempre acertada. El jugador californiano, sin ser consciente de ello, siguió a “tacos juntillas” la consigna de otro indomable con final desgraciado: “Hay que vivir deprisa, la muerte llega pronto”. A Tony Lema le llegó con tan solo 32 años, cuando todavía estaba aprendiendo a vivir.
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