Cuestionarse hasta lo que parece más evidente ha sido en ocasiones la clave para elaborar rompedoras teorías que nos han permitido evolucionar en casi todos los campos (que no de golf). Quien así lo ha hecho ha tenido que soportar, cuando menos, el escepticismo y las críticas por apartarse de las ideas comúnmente aceptadas. Y si no que se lo pregunten a Dick Fosbury: su innovador estilo en el salto de altura fue incluso ridiculizado, hasta que en 1968 ganó los Juegos Olímpicos de México convirtiéndose en un héroe.
En el golf los tópicos no deberían ser considerados axiomas o dogmas de fe. No obstante, soy plenamente consciente de que el hecho de osar poner en tela de juicio creencias muy arraigadas en la mente de la mayoría de los sabios de este deporte, e incluso de otras disciplinas, es sembrar las semillas de la polémica y del revuelo. Aun así, siguiendo las directrices y la forma de actuación que mi propio seudónimo impone, voy a atreverme —al más puro y rebelde estilo Erin Brockovich— a tratar de desmontar hasta al mismísimo Gary Player (eso sí, de forma muy distinta a la que lo hizo la revista ESPN hace un año con su fotos tal y como vino al mundo). Si eres de los valientes, capaz de replantearte las cosas y salir de la zona de confort de algunas de tus propias creencias, conocimientos y mantras sobre el golf, te animo a que me acompañes en este “arriesgado“ ejercicio. Loco serás si no consigo que entiendas mi propia locura…
Que pegue la primera bola de este recorrido, en forma de rabazo, aquel que no haya oído o leído (o incluso hecho suya) la frase, comúnmente atribuida al Caballero Negro, «cuanto más entreno, más suerte tengo».
En una entrevista de 2002 concedida a la revista Golf Digest, el propio Player relataba el origen de esta frase. Al parecer, el Gary de los inicios estaba practicando salidas de búnker, uno de sus golpes maestros, cuando un personaje anónimo (del que solo nos facilita el dato de que lucía un gran sombrero) se detuvo a observarlo. El primer golpe que le vio dar, como todos estáis imaginado, fue directo al hoyo. Es entonces cuando ese anónimo al que podemos llamar “hombre a un gran sombrero pegado” o Simplicio (haciendo un guiño a Galileo, uno de los mayores demoledores de teorías de la historia) ofrece cincuenta dólares a Gary si también consigue meter el siguiente. Nadie se gana el derecho a ser uno de los tres grandes de la historia del golf fallando una apuesta en un entrenamiento rutinario. Como era de esperar, Gary se embolsó los cincuenta dólares. Simplicio dobló entonces su apuesta demostrando así que, ni conocía a los trasuntos estadounidenses y golfísticos de los Pelayos, ni estaba familiarizado con las habilidades de Player ni con el dicho “no hay dos sin tres”. En este tercer intento también embocó la bola. Simplicio, más que sorprendido, le dijo a Gary: “Nunca había visto a nadie tan afortunado como usted (caballero negro, añadiría yo, para dotar a la historia de su elemento legendario)”. A lo que Mr. Player, al parecer, respondió sentando cátedra con la eterna máxima y ligando su suerte al tiempo de entrenamiento.
Después de narraros la curiosa anécdota, os advierto que no solo voy a cuestionar su paternidad sino incluso intentar hacerlo con fundamento. A poco que uno haga sus pesquisas en la red puede toparse con que la frase de marras, que une indisolublemente la suerte con la práctica, es una codiciada medalla que todos quieren lucir en pecho propio. La lista de presuntos padres es larga y variopinta: desde el baloncestista Larry Bird a el precoz violinista Pablo Sarasate o el mismísimo e ingenioso Lee Trevino, pasando por Arnold Palmer o L. Frank Baum, autor de El mago de Oz, por citar tan solo algunos de sus integrantes.
Paradójicamente, es el propio Gary Player quien en su libro sobre los secretos del golf atribuye esta misma anécdota, y su concluyente aforismo para la posteridad, a Jerry Barber, pequeño en estatura pero grande con el putt. Es evidente que esta contraanécdota de Gary convierte al pensamiento en bastardo y sin derechos de autor reconocidos.
Seguramente todos coincidáis en defender la idea de que disciplina y la perseverancia hacen al genio y que el talento de cuna, por sí solo, no justifica el éxito. ¿Quién no se ha visto seducido por la teoría de Malcolm Gladwell de las diez mil horas de práctica?. Y me refiero a esa que ayuda a explicar, por ejemplo, desde el éxito de los Beatles, que tuvieron un largo e intenso peregrinaje de ensayos en Hamburgo antes de saltar a la fama, al de Bill Gates, quien ya desde la adolescencia consumía horas y horas delante de un programador.
El contrapunto lo tenemos todos en la retina con la tierna imagen de un Tiger, de tan solo dos años, mostrando en el show de Mike Douglas el germen de ese swing que le ha llevado a lo más alto cuando, sin embargo, todos sabemos que en los “terrible two” el común de los mortales apenas está aprendiendo la ardua tarea de controlar esfínteres. Las miles de horas llegarían después, pero el talento ya latía.
Sin embargo, confieso que a estas alturas de mi reflexión siento que no tengo legitimidad moral ni científica ni suficiente munición como para dinamitar por completo la sentencia que nos ocupa. Estoy segura de que todos estáis ya invocando, para frenar mi amago de hacerlo, el entrenamiento cuasi de marine que ha mantenido Tiger durante toda su carrera y que, en el aspecto puramente físico, hasta ha sido cuestionado por su exentrenador Sean Foley.
Es aquí donde procede que entre en escena Dan McLaughlin. Visualicemos a un aparentemente poco excéntrico fotógrafo profesional de Oregón de treinta y cuatro años. Nuestro personaje ha decidido contrastar en carnes propias la tesis de las diez mil horas, con el objetivo de convertirse en un profesional de golf capaz de batirse el grafito (o acero) con los mejores. En abril de 2010 empezó como quien dice “de la nada” (porque, además, lo dejó todo, trabajo incluido). Hace un mes le entrevistaron en la BBC y confesó que, después de haber invertido la nada despreciable cantidad cinco mil horas, era hándicap 4,1. Si lo que no son cuentos no me fallan, tendremos que armarnos de paciencia y esperar al 2018 para analizar los resultados de su incalificable experimento.
Parece pues que practicar y practicar hasta la saciedad es el secreto. Sin embargo, el camino a la excelencia requiere también elementos propios del concepto acuñado en la década pasada por Daniel Goleman. La práctica, que consigue que algo realizado con un gran esfuerzo podamos llevarlo a cabo de forma casi automatizada, tiene que ir acompañada de inteligencia emocional. De poco sirve repetir y repetir mecánicamente los mismos movimientos o ejercicios sin concentrarse en modificar, corregir y mantener una estrategia efectiva para no reincidir en los errores. Es aquí donde parece radicar la diferencia esencial entre el modus operandi de un profesional y el de un simple aficionado. ¿Y si, además, a todo ello se le añade el componente de disfrute con la tarea en cuestión? Entonces deja de ser un duro trabajo para convertirse en un hobby al que no importa si se le dedica 25 horas al día…
Si le preguntáis a Erin, es posible que se descuelgue aseverando que si deja de entrenar una semana solo ella y el cielo lo saben; si son dos, su swing es plenamente consciente y, si lo deja tres, es su tarjeta la que lo nota y se resiente más si cabe. Con este cierre seguramente ya habréis descubierto el fiasco en mi intento por contrargumentar a Gary, que se ha limitado a una simple matización o puntualización. Para celebrarlo, me quedo con Galileo y su “Eppur si muove”.
2 comentarios a “Desmontando a Gary”
Y si me preguntas a mi, la inteligencia emocional y el cariño a lo que haces es lo único que vale para soportar el entrenamiento constante y, a veces, duro.
Erin, me encantan tus artículos, sigue aleccionandonos en el golf, pls.
Erin, me encanta tu artículo y lo que en él planteas… la única duda que me provoca es si lo que en él se dice es trasladable a otras actividades cotidianas de nuestras vidas, es decir, si la «práctica, práctica» sirve también para hacer mejor lo de tener amigos, amar a alguien, etc…
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