La miocardiopatía es una enfermedad del músculo cardíaco, el deterioro de la función del miocardio. Por lo general produce una insuficiencia cardíaca y sus síntomas suelen ser la falta de aire o la hinchazón de las piernas. Cuando Erik Compton apareció en la Escuela de Clasificación para el PGA Tour en 2008 sentado en un buggie, nadie en el mundo del golf parecía estar al tanto de su condición. Se habían oído voces que hablaban de un profesional enfermo, una historia de superación que venía desde que sopló las primeras doce velas en su tarta de cumpleaños. Dos transplantes de corazón y una vida como deportista en la élite. ¿Cómo no le iban a dejar jugar la escuela? Probablemente, pensaría el circuito americano, no tendría una sola oportunidad de superarla.
“He estado rompiéndome el culo en el gimnasio”, dijo aquella semana, como salido de una película de tiros y puñetazos. “Con suerte, me pondré más y más fuerte. Nadie va a regalarme nada”. En el 2009 consiguió jugar cinco torneos del circuito; siete en el 2010 y seis en el 2011. De algún modo, entre aquel corazón enfermo y los dos transplantes del camino, a Erik le estaba creciendo un músculo más fuerte que al resto de sus compañeros en los campos de golf, como a un ciego que necesita algo más de su oído. No era, por otra parte, el miocardio. En 2012, por fin, era miembro del PGA Tour.
Han sido tres temporadas en las que su rendimiento ha ido creciendo, hinchándose como lo hacía su motor. Veintiséis torneos en el 2012, veinticuatro en el 2013 y, ojo al dato, diecinueve en lo que llevamos de 2014. Apareció el pasado dos de junio en Columbus (Ohio) para jugar treinta y seis hoyos e intentar acceder a su segundo US Open, su también segundo grande como profesional. Y miren, hablamos de los mejores del mundo, pero treinta y seis hoyos son muchos. ¿Los han jugado alguna vez? Las piernas y los pies, como cuando se sufre miocardiopatía, se hinchan. A quien le sobren unos kilos le podrá faltar también el aire al final de la segunda vuelta y a otros hasta les costará encontrar las llaves del coche en su bolsa. Nadie se perdonaría una cerveza. Compton, entonces, salió a jugar un playoff y se clasificó para el US Open que estos días vemos por la tele.
Y a parte de ver un campo majestuoso, con el rough sustituido por una arena del pasado; a un Martin Kaymer envuelto en el aura que tuvieron un día los mejores, flotando por el recorrido o, como han dicho algunos, jugando otro distinto; viendo sufrir a McIlroy, a Scott o a Mickelson; a parte de ver todo lo que se esperaría en el segundo grande del año, un hombre caminaba tranquilo por Pinehurst. No llama en ningún caso la atención porque no viste con los pantalones que diseña John Daly en su casa, no lleva la bandera de su país en los zapatos y, probablemente, no se crea lo suficientemente importante como para homenajear al monstruo competitivo que era Payne Stewart con unos bombachos. De hecho, a ese hombre solo le falta sostener con los labios una brizna de hierba para parecer alguien más del público, un caminante en mitad de la ciudad.
En tres días marcha con tres bajo par, a cinco de un líder rocoso. Apostar por Erik no tiene sentido, como tampoco lo tenía cuando cumplió los doce y le cambiaron el corazón. A veces las cosas salen así, injustas y carentes de sentido. Pero si uno quiere apostar dinero, que es el precio que tenemos todos hoy día, normalmente apuesta por el ímpetu y las ganas. Son dos cosas que han acompañado tanto a Compton a lo largo de su carrera que resulta difícil obviarlas. Treinta y cuatro años, dos transplantes pero, ante todo, mucho, demasiado corazón.
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