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Cuestión de barreras

Óscar Díaz | 27 de octubre de 2014

La foto de la valla de Melilla y el campo de golf tomada por José Palazón el pasado 22 de octubre

Es una imagen poderosa, eficaz, que remueve conciencias. Un puñetazo al estómago vía ocular. Quizá no sea tan cruda como la que llevó por la senda del suicidio al fotógrafo sudafricano Kevin Carter no mucho después de recibir el Pulitzer por aquel retrato de una niña desnutrida en Sudán acechada por un buitre, pero el trasfondo es similar. Sin duda, el contraste perfecto entre dos mundos separados por algo más que una barrera física.

Decía Ansel Adams que, independientemente de lo que se retrate, siempre hay dos personas en cada fotografía: el fotógrafo y el espectador. El fotógrafo, Javier Palazón, presidente de la asociación melillense Prodein, buscaba “una fotografía más simbólica, no la típica foto de los chavales subidos a la valla” . Objetivo cumplido con creces. El espectador contempla la estampa, se implica y siente incomprensión y desasosiego. La imagen cala y supera la injusta insensibilización producto de la reiteración mediática; la indignación salta la valla que los inmigrantes subsaharianos no consiguieron franquear después de trece horas encaramados a su equivalente material.

Eso es lo que muestra la foto: un grupo de chavales a los que la pobreza, la desesperación y el anhelo de una vida mejor ha llevado a recorrer medio continente hasta darse de bruces con una valla hostil. Al otro lado, un objetivo difuso, un Santo Grial que pasa por franquear ese último obstáculo y llegar al Centro de Estancia Temporal para luego quedar bajo la tutela de alguna ONG o acabar en un Centro de Internamiento de Extranjeros en la Península a la espera su posible expulsión si son debidamente identificados… al menos hasta que se apruebe la nueva normativa sobre “devoluciones en caliente”. Barreras burocráticas que abrirán más heridas que las famosas concertinas de las barreras físicas.

Ante esta circunstancia, la única que importa, la más urgente y prioritaria, cuesta hablar de agravios y estereotipos, por mucho que esta sea una página web dedicada al golf. Huelga decir que ni este deporte ni los jugadores son culpables de nada, del mismo modo que tampoco lo es el ocasional atleta aficionado que pueda correr unos kilómetros cerca de la fatídica valla o los chavales que se entretengan pegándole a un balón en las calles de las barriadas limítrofes. Tampoco lo son los habitantes de Lampedusa, la Orestiada o la linde entre Bulgaria y Turquía, gente que tiene que integrar en su vida diaria el sufrimiento de los inmigrantes que intentan llegar a Europa a través de estos cuellos de botella. Es injusto presuponer insensibilidad o impasibilidad. No sabemos qué piensan, ni qué hacen al respecto, ni cómo son capaces de soportar esa carga, sin duda más liviana que la de quienes buscan un futuro al otro lado de la valla, pero bastante más onerosa que la de quienes nos encontramos a cierta distancia de esa dura realidad.

Sin querer trivializar el discurso ni mover el foco, hay que reconocer que el golf es un blanco fácil. Como otras actividades que en tiempos estaban restringidas a ciertos colectivos minoritarios y han llegado a un público más amplio, se habla de normalización y popularización, pero el tópico y el estereotipo siguen imperando (al menos en España). Y hay dos consecuencias directas de lo anterior, completamente contrapuestas. Por un lado, para el común de los mortales (que no lo haya practicado o que no tenga a algún familiar o amigo que juegue) el golf sigue siendo un deporte de señoritos. La imagen perdura por mucho que te esfuerces en explicar que es accesible, que no es más caro que muchos otros deportes que tienen mejor prensa, o que queda lejos la época en que su práctica estaba reservada a unos pocos privilegiados.

La segunda ramificación indeseada del estereotipo es el hartazgo de muchos jugadores. Se sienten señalados, asociados a tópicos con los que no comulgan, incómodos. Y esa incomodidad se traduce en un permanente estado de vigilancia ante cualquier posible “agresión externa”, esté justificada o no. Como decía un lector de la web en Twitter, “la connotación lujo y ricos en nuestro deporte es un tópico convertido en lacra para quienes lo practicamos”. Esta reivindicación justa nos lleva, en algunos casos, a tener la piel demasiado fina y a conformar un colectivo proclive a estar a la defensiva. Nos sentimos ofendidos si se utiliza ese estereotipo de manera jocosa (véase el caso del spot televisivo en el que se ve a aspirante a ganador de la lotería primitiva que hace un swing de golf mientras se escucha “Tenemos gustos caros”, un anuncio que no ha caído especialmente bien entre los jugadores de golf). Sinceramente, yo no me escandalizo ni me siento agredido si aparece en la televisión la parodia de un traductor o de un presentador de un programa deportivo (por mencionar dos grupos a los que pertenezco). Tal vez esté siendo injusto con los golfistas y el problema no sea suyo (nuestro), sino de la oleada de corrección política extrañamente entendida que solo sirve para coartar, limitar y, en última instancia, hacer que nos tomemos demasiado en serio ciertos aspectos insignificantes e intrascendentes de la vida. O que todo nos hace mucha más gracia si no nos toca de cerca.

En lugar de hacernos cruces ante cualquier ofensiva real o imaginaria deberíamos reflexionar acerca del origen del estereotipo y tal vez tengamos que preguntarnos por qué sigue tan arraigado. Puede que no se esté haciendo lo suficiente para desmontar clichés, para desvincular definitivamente este deporte de los desmanes inmobiliarios de los que fue forzoso compañero (y mera excusa para revalorizar propiedades). Quizá no se estén tomando las medidas necesarias para acercar el golf a la sociedad en pleno y sigamos metidos en una burbuja estanca y ajena a la realidad del país, aunque esta realidad (y sus vaivenes económicos) tengan su correspondiente reflejo en el número de licencias y en las cifras de una industria en dificultades.

Y, ya que estamos, del mismo modo que reivindicamos que no se asocie el golf a determinadas injusticias sociales, deberíamos tener el suficiente discernimiento para asumir que no todo vale y que las defensas cerradas son propias de mentes cerradas. Los federados melillenses tienen derecho a jugar al golf, faltaría más, pero cabría preguntarse si tiene lógica invertir cinco millones de euros (hasta la fecha) y pagar facturas de mantenimiento por valor de 700.000 € anuales para 311 federados (según el recuento del 1 de octubre de 2014) y 170 socios del club (y que no me saquen la justificación turística para la inversión de fondos europeos en el campo, por favor). O si tiene lógica que una federación como la andaluza (fracturada de facto por la reciente moción de censura, aunque no saliera adelante) se endeude hasta límites difícilmente soportables y tenga que pedir prestado dinero a la RFEG por la adquisición un inmueble de lujo como sede social. U otros ejemplos que, cuando trascienden, son los peores embajadores de nuestro querido deporte.

Sin un esfuerzo consciente, sin capacidad de autocrítica, sin medidas concretas, jamás caerán esas barreras (ya sean estereotipadas o alimentadas por realidades) que separan el golf del grueso de la sociedad.

3 comentarios a “Cuestión de barreras”

  1. El 27 de octubre de 2014 Miguel Ángel ha dicho:

    Soy melillense, Guardia Civil y golfista, así que esa foto me toca por los cuatro costados. Me duele mucho toda la demagogia barata e injusta que ha aparecido debido a esa foto. El autor, Presidente de Prodein, no es santo de mi devoción y basta con bucear un poco para conocerle bien, pero utilizar a los jugadores de golf melillenses para comparar el infierno de unos con el paraíso de otros es, cuando menos, atrevido.
    En Melilla, recuerdo que es una ciudad española desde 1497, con una extensión de 14 kilómetros cuadrados y 70.000 habitantes y frontera física de Europa con Marruecos, todo es muy complicado, os lo aseguro. Y si por el hecho de que sólo hay 300 licencias y 170 socios, no hay derecho a que haya un campo de golf, pues habrá que ir pensando en cerrar todas las instalaciones públicas que no sean rentables: piscinas, pabellones polideportivos, teatro, puerto deportivo, etc.
    Por otro lado, el estereotipo de rico y jugador de golf es falso, pero sobretodo en Melilla. Me encantaría contarlos como nacieron los primeros golfistas en Melilla en un campo rústico hecho con sus propias manos en una finca cedida por un aficionado. Crearon una escuela para que sus hijos aprendiesen y hacían torneos para competir entre ellos. Merecería la pena hacer un reportaje. Cuando viajo a ver a toda mi familia juego al golf en ese campo prácticamente a diario y conozco a muchos golfistas y ninguno son consejeros delegados de ninguna empresa del Ibex 35. Son personas normales que les gusta el golf y no son monstruos que juegan al golf para humillar a los pobres inmigrantes subidos a la valla. La misma sensación de desigualdad brutal que sienten esos pobres seres humanos al ver cómo juegan al golf esas mujeres, la tienen cuando ven circular todoterrenos por la carretera, o cuando ven a ciclistas con bicicletas de 3000€, o corredores con zapatillas de 150€, o fotógrafos con equipos carísimos para fotografiar estas desigualdades y así podríamos seguir toda la vida. Para esas personas cualquier cosa que vean les va a parecer injusto pero ¿qué hay que hacer entonces? El qué lo sepa que me lo diga.

  2. El 28 de octubre de 2014 Alvaro ha dicho:

    La foto no es para nada lógica por que cuando bajas de la valla al campo, hay tunas, que tienen pinchos

  3. El 29 de octubre de 2014 mike belindo ha dicho:

    brillante artículo Óscar, y muy bien desgranado. Uno hecha en falta a veces este tipo de análisis, congrats! 😉

    Saludo sr. Aguirrón, razón tienes también.

    abrazo

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