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Zona Pro

La edad de las conquistas

Enrique Soto | 17 de junio de 2013

Phil Mickelson tuvo su primera oportunidad de birdie en el hoyo 1 del Merion Golf Club. Era el líder del U.S. Open, el único jugador que habitaba bajo par después de tres días largos y crueles, y su bola salió en la línea perfecta, dibujando la caída de un green cristalino y firme hacia el agujero. No entró. Un nuevo intento en el 2 finalizó del mismo modo: un putt pobremente ejecutado, de apenas dos metros, tocaba el borde del hoyo. Dicen que el golf es un deporte de precisión, en el que el más mínimo cambio en la trayectoria de la cabeza del palo puede ocasionar consecuencias desastrosas. En realidad, la diferencia es mucho más pequeña y una mínima variación en cómo rueda la bola a través de los greenes o cómo se afronta un impacto conlleva efectos devastadores en el devenir de un torneo.

Ayer, este zurdo nacido en California tiró para eagle en el 4 y para birdie en el 8 y el 9, creando golpes que el resto de jugadores son incapaces de plantearse en la jornada final de un grande. Ninguna de esas oportunidades desembocó en Phil sacando el puño. En su lugar, un jugador que acumula casi tantas frustraciones como él, metió un putt kilométrico en el hoyo 6 de Merion y miró a su alrededor como preguntando al público de Filadelfia: “¿Habéis visto a alguien hacer esto hoy?”. Se situaba al par en el día y aunque no ocupaba la primera posición de la tabla había colocado ya la primera piedra de lo que iba a ser una vuelta de golf monumental, soberbia y consistente hasta límites insospechados. Justin Rose consiguió otro birdie en el 7 y dejó su segundo tiro a bandera en el 12 colgando del agujero, mientras Phil se quedaba pasmado delante de los hoyos, fijaba sus grandes ojos en Jim Mackay y decía: “¿Estás de broma?”

El viento no siempre sopla a favor en las últimas jornadas y Mickelson es un hombre de innumerables recursos. Si no entraban los putts, tendría que buscar cualquier otro modo de conseguir birdies, ya fuera dejando su bola a escasos centímetros del hoyo o atacando los pares 5 disfrazado de bombardero. El premio a tantas ocasiones perdidas le llegó en el 10, donde afrontó uno de sus golpes a green más tensos del día. Su bola estaba en el rough, tenía un wegde en las manos y el espacio entre la bandera y el bunker era de apenas dos metros, pero cómo no iba a atacar. Su golpe se suspendió en el aire durante unos segundos, aterrizó en el sitio perfecto y consiguió su primer eagle en un U.S. Open desde tiempos inmemorables. Así se cambia una tendencia negativa. Volvía al par en la clasificación y el torneo estaba de nuevo en sus manos.

No pasaron ni dos minutos hasta que varios jugadores le cuestionaron esa autoridad. Jason Day caminaba seguro por las calles de Merion, con ese aura que parece rodearle cada vez que disputa uno de los cuatro grandes y Hunter Mahan sacaba todo el partido a su swing rocoso firmando par tras par, haciendo buenas las palabras de Hogan en las que hablaba del arte de fallar correctamente. Pero de nuevo fue Justin. Los gritos del público todavía se estaban difuminando cuando el inglés pegó un golpe mediocre al corto par 3 del 13 y, desde una distancia en la que nadie conseguía embocar la bola, Rose metió un putt que se clavó como una daga en las entrañas de sus contrincantes. De nuevo esa mirada hacia el público y esos andares firmes y contundentes. Sí, él también tenía la última palabra.

Mickelson tenía entonces dos opciones: seguir atacando banderas, sabedor de que le estaba costando interpretar las caídas de Merion, o jugar como lo venía haciendo Rose, esto es, clavando su bola en mitad de las calles y los greens. Optó por la primera y, en el mismo hoyo en que Justin había triunfado, salió con un bogey. El tramo más complicado y tenso del recorrido les esperaba a ambos separados por un solo golpe y mientras uno se dedicó a contemporizar, dejando que el rough alto y los bunkers terminaran con sus rivales, el otro prosiguió su ataque desesperado en busca de una remontada. Esto era el escenario de un major y ambos terminaron pagando un peaje en forma de dos bogeys. Justin los hizo en el 14 y el 16; Phil, en el 15 y el 18, donde solo le valía un birdie.

Puede que este sea el U.S. Open que perdió Phil Mickelson, del mismo modo que el último Open Championship fue también durante gran parte de la semana de Adam Scott. “Esta era mi mejor oportunidad de todas”, declaró el zurdo al finalizar. “Tenía un campo de golf que me gustaba. Sentía que era lo mejor que podía pedir”. En el día en que cumplió 43 años no consiguió aprovechar ninguna de las oportunidades que le hubieran alzado a lo más alto de la tabla en sus primeros nueve hoyos, donde eran tan necesarias como el respirar. Hace unos cuantos años, Arnold Palmer pasó por experiencias similares. Su suministro de putts de cinco y seis metros le abandonó y un tal Jack Nicklaus comenzó a acaparar portadas y grandes trofeos. “El Rey” había pasado ya de los cuarenta y Jack apenas había comenzado una década de dominio atroz.

Esta semana en el Merion Golf Club, un jugador de 32 años se reencontró con un chico de 17 que finalizó cuarto en el Abierto Británico y le dijo: “Sí eras lo suficientemente bueno, pero también muy joven”. Competir es negociar con el tiempo y a lo largo de la historia hemos podido ver que existe una gran edad para las conquistas. No tiene que ver un número en concreto, sino con una época en la carrera de estos hombres en que son lo suficientemente maduros como para paliar los nervios en los hoyos finales del domingo, pero también jóvenes como para sacar lo mejor que pueden ofrecer; ese chispazo que se clava como una daga en sus rivales. El primer inglés en ganar un grande desde Nick Faldo en 1996. El primero también en conseguir un U.S. Open desde Tony Jacklin en 1970. Justin Rose, el campeón del Abierto de los Estados Unidos.

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