The Master by Decathlon

En abril (en Augusta), angustias mil

Erin Sand | 13 de abril de 2014

Seve, Greg Norman y Rory: tres mosqueteros unidos por el peso de la derrota en el mismo campo de batalla. Hasta el domingo todo es golf y así quedó una vez más evidenciado cuando, ese día, los integrantes de esa otra variante de “big three” se dejaron sus respectivas ventajas en golpes y con ello la posibilidad de consumar sus gestas y de llevarse en la maleta la codiciada chaqueta verde y los 16 kilos extras del peso del trofeo. Un triángulo de debacles que sorprenden más por su dureza que por la improbabilidad de que sucedan.

Los aficionados al golf tenemos grabada en la retina la imagen de Rory McIlroy cuando, en la última jornada del Masters del 2011, en el hoyo diez, su bola, tras rebotar en los árboles, descubrió otros mundos y por ello tuvo que pegar su segundo golpe desde detrás de una de las blancas cabañas por cuya puerta solo cabe imaginar salir al mismísimo Bobby Jones.

¿Quién no empatizó con él en ese crítico momento, el que podía ser el principio del fin de sus oportunidades de victoria? La presión, y no un simple dolor de muelas, pudo con el talentoso jugador norirlandés. Seguramente todos lo arropamos con nuestros ánimos cuando firmó ese triple bogey que contribuyó a minar su confianza para enfrentarse a la Esquina del Amén. Necesitó tres putts en el hoyo once y cuatro en el doce para rematar sendas faenas de aliño y tirar al jardín de Augusta las semillas de los desaciertos que no se perdonan a un grande y, menos aún, en un grande.

En el caso de Rory, el par cuatro del hoyo diez fue su particular dama de las camelias. Se dejó arrastrar por sus errores y, a partir de ahí, su juego dejó de ser el amén de firmeza, solidez y seguridad de las tres jornadas anteriores, firmando ochenta golpes. Perdió fuelle y eso le condujo a un doloroso adiós a la victoria en Augusta, que apuesto no será definitivo. Más pronto que tarde veremos a Rory demostrar que es un golfista carismático, digno de lucir en verde y de que su nombre sea grabado en el Trofeo de los Maestros.

Tras la derrota, Rory recibió lo que intuyo fue una reconfortante llamada de Greg Norman. Cualquier metagolfista curioso vendería la remota posibilidad de anotarse un hoyo en uno a cambio de haber contado con los servicios de rastreo de llamadas de la Agencia Nacional de Seguridad de los Estados Unidos y poder así haber escuchado el contenido de aquella conversación. Aunque mal consuelo sea tener compañeros de desgracia, nadie mejor para compartir el duelo que quien también ha hecho el mismo amargo e inolvidable paseíllo desde el green del Holly (testigo, sin embargo, de tantos otros opuestos festejos a puño cerrado) hasta la casa club.

En 1996, el Tiburón Blanco vivió una análoga situación que le supuso ceder el paso del triunfo en Augusta a Sir Nick Faldo. Norman partía el domingo como favorito con una ventaja de seis golpes y cayó víctima de sí mismo, aunque él lo justificara, a posteriori, con un muy humano a la par que desquiciante dolor de espalda.

El Recodo del Amén fue también el vía crucis del aussie. Después de encadenar unos cuantos bogeys, Norman llegó a las estaciones 11, 12 y 13 con tan solo un golpe de ventaja frente al inglés; de allí salió, ligero de equipaje, habiendo regalado tres y sentenciado otro penoso desastre, cuyo recuerdo le hizo posteriormente llorar la pérdida como Boabdil el Chico la de Granada. Australia tuvo que esperar pacientemente 17 años a Adam Scott para desquitarse y consumar lo que Greg no pudo.

Retrocedemos en el tiempo otros diez años y nos situamos en la edición de 1986. Nicklaus tenía 46 años. Aunque los expertos no apostaran por ello, merecía ganar su sexto Masters y tener un último día de gloria reconquistando un título que ya se había adjudicado por última vez once temporadas antes. Severiano Ballesteros quedó cuarto. Casualmente el líder el domingo en ese año era Greg Norman.

Seve aparcó en el tee del uno las emociones derivadas de sus comprensibles deseos de ofrecer la victoria a su recién fallecido padre, para enfrentarse al demandante recorrido del último día un golpe por debajo de Greg. En el hoyo ocho consiguió superarle, pero el desastre se precipitó en el hoyo quince. El campo de Augusta es uno de los más exigentes del mundo, brutal con aquellos golfistas que demuestran ser humanos. El de Pedreña erró en la elección del hierro y no dio un buen golpe. Además, el juego se había demorado en exceso porque Watson, que jugaba el hoyo siguiente, quería esperar a que el Oso Dorado terminase de patear y evitar con ello las distracciones provocadas por un público entregado ruidosa y frenéticamente a la causa del que resultó ser el ganador de la quincuagésima edición. Esa espera, impuesta por el distinguido rival de Seve, contribuyó a desconcentrarle y le llevó a mandar la bola al agua y, con ello, a sumergir su ilusión.

Según el propio Seve, fue un auténtico milagro lo que hizo que Jack Nicklaus ganase y que él perdiera. Subtitule cada uno como quiera su sentencia. La sombra de Jack Nicklaus era alargada: cualquiera se hubiera sentido intimidado por el mejor jugador de todos los tiempos. Sin embargo, en Seve el de Ohio infundía respeto y una determinación compensadora. Otra de esas causalidades, en forma de incapacidad para sortear las vicisitudes del último día, fue la que llevo a Greg Norman a ser caballo colocado o el primero de los perdedores.

En definitiva, “ad augusta per angusta”: nada se consigue sin sacrificio, ni siquiera ser segundo.

2 comentarios a “En abril (en Augusta), angustias mil”

  1. El 13 de abril de 2014 BMOLOTOV ha dicho:

    Le das un nivel muy literario y culto a una crónica de golf deporte que como bien sabes no se nada de nada , leyendote seguro que me aficiono .Enhorabuena por tu estreno como columnista y bienvenida

  2. El 13 de abril de 2014 Golfmam ha dicho:

    Muy buena la crónica, yo también me voy a aficionar a jugar al golf !!!!!!
    Por que lo que yo hago es dar palos a una bolita y hacer los menos golpes posibles.
    Enhora buena y bienvenida

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