Recuerdo muy bien el día en el que pude ver al chico malo de la clase llorando en el cuarto de baño. No me atreví, claro, a decirle nada. Nunca lo había hecho, en realidad, pues siempre me intimidaron sus maneras y su altivez. Durante muchos años, lo reconozco, quise ser como él. Le encantaba a las chicas que a mí me gustaban, vestía como mis ídolos de cine y siempre supuse que nada malo podría pasarle. Para encajar desgracias, menosprecios e insidias, muchas veces procedentes de su propia boca, ya estábamos los pardillos.
Ese chico malo era alto, espigado y lucía una incipiente perilla fruto del adelanto de su madurez respecto a la de mi pandilla de amigos, aún barbilampiños. Ese chico bien podría haberse llamado Dustin Johnson y bien podría haber jugado al golf como él. Porque ese chico parecía no tener miedo, parecía enfocado a un objetivo que no dejaría escapar. Parecía indestructible. Parecía… Aquel día descubrí que solo lo parecía.
Viendo fallar anoche a Dustin Johnson un putt de un mísero metro para forzar el playoff del US Open después de haber regresado de la ciénaga en la que parecía sumido a mediados de vuelta, aquel episodio de mi adolescencia se manifestó en mi cabeza. Todo el mundo querría jugar al golf como lo hace Dustin Johnson, un pegador no desprovisto de finura alrededor de los greenes y con una precisión asombrosa con los hierros. Su juego puede lucir en cualquier escenario alrededor del mundo, convirtiéndolo en favorito cada semana, y la biomecánica de su swing es objeto de estudio en las universidades. Todo esto es verdad. Pero sus miedos son, también, de carne y hueso.
El final que nos deparó el US Open invalida gran parte de las críticas vertidas sobre un campo al que solo le faltan unos greenes a la altura (lo que no es sencillo, dada la climatología de la región) para no deslucir un fantástico diseño. Chambers Bay jugó amable, permitió rondas casi inconcebibles, sesenta y cuatros y sesenta y cincos que hubieran escocido en el pasado (y que solo se explican por un mejor estado de los greenes) y consagró a un gran campeón en dura competencia con candidatos de un indudable nivel. Los mejores ball strikers del circuito asomaron por lo alto de la clasificación en algún momento: McIlroy, Schwartzel, Oosthuizen, Scott, Grace, Day, amén del mencionado Johnson y, por supuesto, el ganador, Jordan Spieth. Todos ellos, amparados en la elasticidad y potencia de su swing y en la pureza del contacto de sus palos con la bola, tuvieron opciones de victoria el domingo.
Si ganó el más joven de todos ellos, si repitió, tras la victoria en el Masters, Jordan Spieth, fue porque mantuvo mejor la calma, porque no desesperó en los greenes ni permitió que le hiriese de muerte un doble bogey que a cualquier otro mortal hubiera hundido en un pozo muy hondo. Spieth rebotó con un birdie de madurez del tropiezo en el diecisiete para dejar sin opciones a Oosthuizen y poner a Dustin Johnson en el brete de hacer un birdie para empatarle.
Y Dustin Johnson tiró para eagle un putt de algo menos de cuatro metros para ganar el US Open, su primer grande, en el Día del Padre, con la mirada de su hijo, aunque aparentemente distraída, puesta en él. Quizá con la alargada sombra de su suegro, el mítico Wayne Gretzky, imprimiendo plomo en su cuerpo. Seguro, con las oportunidades malgastadas en el pasado recorriendo alguna de sus neuronas, aunque fuera de modo no consciente. Y falló el primer putt, alto de caída y sobrado de fuerza. Y falló el segundo putt, bajo de caída y tocado con miedo.
El chico malo perdió el US Open de una manera que sus compañeros de colegio nunca hubiéramos imaginado. Lo perdió como lo pudiéramos haber perdido cualquiera de nosotros, sucumbiendo a la presión y a los miedos, como queriendo escapar y no afrontar un desempate de dieciocho hoyos frente al chico más listo e inteligente de la clase. Y ayer, igual que hace unos años, me apiadé internamente de él. Quise darle una palmada y esta vez se la hubiera dado de habérmelo encontrado solo. Pero, por suerte para él, enseguida encontró el consuelo de su mujer y su niño pequeño. Viendo a este en sus brazos, animando a su padre con su simple existencia, comprendí que Dustin Johnson ganará pronto un grande. El chico malo no es tan malo y ya ni siquiera lo parece. Y su juego es bueno, muy bueno, y lo parece. Es cuestión de tiempo que lleguen los resultados. Todos nos alegraremos. Yo, el primero.
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